En el apasionado debate actual en torno a la educación, todas las posturas coinciden en un solo punto: la educación está en crisis. Massimo Borghesi nos adentra en las raíces de esta crisis mundial que afecta a toda la enseñanza, desde las humanidades hasta las ciencias, desde preescolar hasta el mundo laboral, cuyo origen real no es otro que la ausencia de sujeto educativo (docente y discente). Pero el autor no se limita a señalar los defectos, sino que plantea las categorías desde las cuales se puede reconstruir la educación, fundamentadas en la noción de realismo sucomo idea central. De este modo, en diálogo con los grandes pensadores clásicos y contemporáneos, con soltura y rigor al mismo tiempo, se abre el camino hacia una educación posible .
Segundo motivo: la escuela se ha vuelto un lugar de separación de la realidad. La escuela está ligada a la escritura mientras que la sociedad de hoy es una sociedad de imágenes, mucho más fascinantes que la primera. Los jóvenes aman las películas pero no aman escribir. En síntesis, la sociedad es más fascinante que la escuela.
El tercer motivo que impide la relación entre la escuela y la realidad depende también de motivos culturales. La cultura dominante no favorece la relación con el mundo real. La llamada tendencia postmoderna de los estudios humanísticos es una tendencia que huye de la realidad y esto incide en la concepción de los estudios de una manera muy profunda. La escuela no introduce en la realidad porque desde hace cierto tiempo ha renunciado a introducir en el sentido de la realidad. Educar es, de hecho, introducir en la realidad, en la búsqueda de su sentido. No se puede introducir en la realidad poniendo entre paréntesis el problema del sentido de la realidad. Sólo ante el problema del sentido de la realidad, el conocimiento se vuelve humano. Uno no está en la escuela simplemente para conocer -lo que hoy ya sería mucho viendo los escasos resultados- sino que uno va a la escuela para conocer el problema del sentido del mundo.
Quiero mencionar la espléndida educación de la que habla Albert Camus en su última novela sin terminar, El primer hombre, que él llevaba consigo cuando chocó en 1960. En aquella novela, el premio Nobel Camus recordaba a su maestro de primer grado. Camus era un estudiante pobre en la ciudad de Algeria y su maestro se llamaba Louise Germain. El autor francés recuerda que con el señor Germain no se aburría nunca. Su maestro no llenaba a los alumnos como se hace con los pavos, no los llenaba de informaciones, de nociones. El señor Germain los trataba como parte de su vida, pero sobre todo juzgaba que esos pobres muchachos sin cultura, sin nada, eran dignos y apostaba sobre ellos. «Digno» significa que el hombre está hecho para conocer, para conocer el mundo y a sí mismo, es decir para descubrir el sentido de la realidad. Este horizonte que guiaba al maestro Germain se ha vuelto ahora extraño, raro, difícil de encontrar. Es hoy una mercadería preciosa. Cuando disminuye la pasión educativa, es porque decrece la pasión por conocer.
En Europa, esta crisis del saber, de la curiosidad en las escuelas, se vincula a una crisis de identidad de las generaciones jóvenes. Muchos jóvenes tienen un problema existencial de identidad, de afectividad, relacionado con el progresivo descomponerse de los vínculos familiares. Una inestabilidad afectiva familiar impide también la concentración individual. El educador se encuentra frecuentemente llamado a sustituir la figura del padre y de la madre. Y sin embargo, es el educador quien muchas veces está ausente. ¿Por qué? Porque ya pasaron prácticamente cuarenta años desde que la dimensión educativa ha sido ferozmente negada. Hoy se vuelve a escuchar en varias partes de mundo «hay un problema educativo», pero durante cuarenta años la palabra educación fue sacada del vocabulario, parecía una palabra antigua no adecuada para el mundo moderno. ¿Cómo se ha llegado a esto?
Crisis de autoridad
En los años ‘70 se entró en crisis: el educador no tenía que introducir en la realidad, sino que tenía que subvertirla, negarla. El educador se volvió en aquellos años una suerte de maniqueo apocalíptico que deseaba el incendio del mundo, que iniciaba a sus alumnos en esta especie de pasión por el fuego total. Era un militante, es decir, un ideólogo que deseaba adueñarse de la mente de sus estudiantes, es decir, de sus almas. No se trataba de descubrir el sentido de la realidad, sino de crear este sentido, desde lo nuevo. Por un lado, era una crítica sin precedentes a la figura de la autoridad, a la autoridad del maestro, del padre, de la madre. Por otro, de manera subterránea, nos encontrábamos con el emerger de un autoritarismo sin precedentes. La autoridad era la que hablaba de acuerdo a la ideología, la autoridad era un demagogo, un jefe del pueblo, un tribuno de la plebe, ésta era la figura del nuevo educador. En esta perspectiva no había una verdad que reconocer, sino solamente ideología para criticar. Todo se volvía ideología. De este modo nos encontramos con el primado de lo abstracto, de la ideología. El mundo, la vida, no tenían nada que ver con esto. Quien vivió esos años los recuerda bien. Por lo menos en Europa, fueron los años de la abstracción: no existían las personas, existían los símbolos. En Italia, las brigadas rojas asesinaron a Aldo Moro, uno de los grandes líderes de la Democracia Cristiana italiana, luego de haberlo mantenido preso durante dos meses porque para ellos él era el símbolo del capitalismo, el símbolo de la burguesía, del poder democristiano. Pero conociéndolo personalmente, algunos de sus carceleros no tenían coraje para matarlo. Es decir, en el encuentro con la realidad habían descubierto a una persona, no a un símbolo. Pero en aquellos años todo era símbolo y nada era real. Fueron los años de la abstracción, del idealismo fanático, del odio de la realidad.
A aquel período le siguieron los años ochenta y noventa, años del contragolpe. Después de 1989 el período de la ideología fanática murió. Pero con esa ideología es como si hubiera muerto también toda esperanza de cambio. Lo que queda es un realismo sin ideal. Es el período de los tecnócratas y del primado de la economía, en el que se dice «enriquézcanse y diviértanse». No hay un sentido que buscar en la vida. Los más astutos tendrán éxito, para los demás no hay compasión. En estos años, la educación humanista fue literalmente dejada de lado. No interesaba educar al hombre, sino simplemente introducirlo en técnicas de enriquecimiento de tipo económico. La introducción en la realidad se realizó dejando de lado el problema del sentido de la realidad. Y los docentes, de ideólogos se volvieron simples técnicos. La era de los técnicos es la era del nihilismo y éste, en su profundidad, es un tiempo sin maestros. El educador ha tenido el mismo destino que las principales figuras sociales: a partir de los años ‘70 ya no son figuras morales. El médico, el político, el educador se fueron volviendo cada vez más burócratas. Ya no se entienden como vocaciones. Con frecuencia son profesiones a las que uno se encuentra obligado. Ya no existe el sentido de dar un servicio social, de una pasión ideal que pasa a través de la profesión. Este es el verdadero sentido de la crisis moral hoy. Cuando se dice «el problema de los jóvenes hoy es una crisis de valores» se trata de una terminología abstracta, porque los jóvenes a los valores los reconocen sólo cuando estos están encarnados. Cuando las figuras sociales son también figuras morales, para los jóvenes es simple entender cómo deben vivir. El bien es evidente cuando uno lo encuentra encarnado.
Si todo lo que hemos dicho es verdadero, vayamos al núcleo de la cuestión: ¿por qué hoy es tan difícil educar? ¿Por qué se limita al instruir?
La «neutralidad» del instruir es hoy la coartada de una falta de amor, de una apatía, de un desinterés difuso. Si el maestro quiere a sus alumnos no puede ser neutral respecto de una posición buena o mala. No puede imponer, pero intentará aclarar, profundizar. En realidad esta neutralidad es fruto de la gran desilusión de los años ‘70. Quienes en aquel momento tenían una espera, ahora no creen en nada y se cierran detrás del refugio de la neutralidad. Don Lorenzo Milani, sacerdote, gran educador italiano, enseñaba a los chicos de una escuela primaria muy pobre en el campo a leer y a escribir, con la conciencia de que solamente de ese modo podrían salir de un mundo de pobreza. Él había hecho escribir en el muro de su escuela «I care», es decir, me importa, me interesa: educaba a los chicos en el interés -por el estudio y por las cosas que hacían- porque sólo así podían entender el mundo que les circundaba. Y este interés contrastaba con el desinterés de los burgueses que por el contrario lo tenían todo. Entonces, esta crisis en la relación con la realidad, a lo que voy a aludir velozmente, tiene también una raíz cultural.
Cultura posthumanista
A partir de los años ‘70 la cultura europea -también la americana que llega mucho a América Latina- es una cultura posthumanista, es decir, una cultura que no tiene al hombre en el centro de la realidad, sino que considera que las estructuras económicas, sociales, lingüísticas, son el verdadero fundamento de las cosas. No son los hombres los que hacen la historia, sino que son las estructuras las que condicionan a los hombres. Esta dirección se llama estructuralismo y tuvo un peso enorme en toda la cultura europea a partir de los años ‘70. El estructuralismo es una corriente fuertemente abstracta que interrumpe la relación del hombre con la realidad, por un lado, y con su existencia, por el otro. Nace en Francia y toma el lugar del existencialismo, que durante los años ‘50 y ‘60 fue la corriente más importante en Francia. El existencialismo pone en evidencia el problema de la existencia, de los dramas, de la angustia: la existencia es el problema fundamental de la vida. A partir de los años ‘70, en cambio, la existencia no existe más. Existe sólo la estructura, algo impersonal. Desde el punto de vista del estructuralismo no es importante quién eres, sino tu lugar en la sociedad: burgués o proletario. Quién eres, nombre y apellido, no me interesa; lo que deseas, tus angustias, tu deseo de felicidad, nada de esto me interesa. El estructuralismo destruye el sentido religioso del hombre.
Uno de los teóricos más conocidos en esta corriente, Michel Foucault, declara explícitamente que el tiempo del hombre ha terminado: si Dios ha muerto, el hombre muere con Dios, porque el hombre no puede pretender ser el centro de la naturaleza y de la historia si Dios no existe. Este planteamiento vuelve imposible una educación humanista. No tiene sentido hablar de la educación del hombre si el hombre no tiene ninguna centralidad. El estructuralismo, por tanto, destruye también el método existencial. Cuando yo estudié literatura en los años ‘60 en la escuela secundaria, lo que me apasionaba era la posibilidad de comunicarme existencialmente con los autores. El drama, las grandes preguntas de ellos eran las mías. Esto creaba una posibilidad de empatía -es decir, de comunicación- entre el autor y el estudiante. El autor podía tener mil años, dos mil, pero se volvía muy actual. Mientras que el método existencial favorece la relación entre la cultura y el que estudia, el estructuralismo ha eliminado el problema de la vida y de las preguntas existenciales. Un texto estructuralista no toma jamás en consideración la figura del autor, está solamente interesado en el lenguaje, en la forma lingüística, en las reglas internas del texto. Y éste no tiene relación con el autor ni con el mundo histórico. En consecuencia, se produjo un tecnicismo y un formalismo que impiden el estudio. La literatura fue asesinada y con ella la posibilidad del estudio y del encuentro entre los jóvenes y los grandes clásicos de la literatura.
Todo esto fue confirmado por uno de los grandes estudiosos contemporáneos, Tzvetan Todorov, protagonista de la fase estructuralista y hoy uno de los intelectuales franceses más famosos. En uno de sus últimos libros, La literatura en peligro, él dice que el estructuralismo, método de estudio no sólo en la universidad sino también en los institutos y en las escuelas francesas, es el principal responsable de la crisis de los estudios humanísticos en Francia en este momento. Así como el método estructuralista impide la relación con la realidad y elimina el método existencial, elimina también el método narrativo. Los manuales de la escuela son ultra técnicos en el lenguaje, incluso los libros de la escuela primaria se han vuelto extremadamente complicados. Lo que ha desaparecido es el método narrativo.
La educación del hombre sólo puede acontecer mediante una narración, porque la vida humana sólo puede ser narrada y porque un niño, por ejemplo, sólo puede entender cómo puede vivir a través de ejemplos narrados, no a través de simple información. Este método narrativo desapareció de la Historia, de la Literatura, del Arte, etc. Un gran historiador italiano, Carlo Ginzburg, ha afirmado hace algunos años que él ha entendido como debía escribir la historia leyendo Guerra y paz de Tolstoi, porque en este autor la gran historia, es decir, la ocupación de Rusia por parte de Napoleón es narrada a través de personajes particulares. Según el historiador italiano, Tolstoi tiene un procedimiento casi fílmico puesto que el lector ve los grandes procesos de la historia a través de los ojos de los protagonistas. ¿Qué quiere decir Ginzburg?: que sólo se puede escribir la historia narrándola. Es decir, lo universal solo puede ser captado a través de un particular -este es el método de lo concreto- porque la realidad es siempre la unión entre lo particular y lo universal. El estructuralismo elimina el particular del mismo modo que la ideología marxista de los años ‘70 eliminaba el particular: son formas de idealismo que destruyen la relación con lo concreto. El método del conocimiento en cambio, llega a lo universal a través de lo particular, lo concreto.
Otro ejemplo. Seguramente todos ustedes han visto la película La lista de Shindler. ¿Recuerdan?, trata de la destrucción del gueto de Varsovia en la Segunda Guerra mundial. La película está en blanco y negro porque los colores de la vida han sido arrancados. Sin embargo, encontramos a esta chica de la capa roja. Es la única figura con color. ¿Pero por qué Spielberg puso esta figura? Porque no es posible para nosotros entender y participar de la gran hecatombe de muerte si no es a través de un destino individual. A la niña, primero la vemos feliz, y después la vemos en un camión lleno de muertos. Es en el destino de esta niña, donde se ve el destino de todos. Es a través de ella que el drama se vuelve «participable».
Como cuando en la televisión escuchamos noticias terribles, de grandes lutos, pero no se nos van las ganas de comer o cenar. Sin embargo, si en aquel luto aparece de repente el nombre de un amigo nuestro, entonces ahí nos damos cuenta del drama. El hombre puede llegar a lo universal solo a través de lo particular. Nosotros podemos amar tendencialmente lo humano porque amamos a uno, a alguien. Esta es la ley de introducción en la realidad que, al mismo tiempo, es un método de conocimiento.
Es lo que nuestro gran autor italiano Alessandro Manzoni entrevé en Los Novios,cuando describe la peste que mata a tanta gente en Milán en 1600, a través de los ojos del protagonista que se llama Renzo. El huye de los apestados, quiere irse de Milán en seguida, hasta que por una puerta ve salir a una madre con una niña en los brazos muerta. Y Renzo se detiene porque esa niña está vestida de blanco, y tenía las manos blancas, la cara y el rostro blancos. Tres veces habla Manzoni de la blancura de esta niña que se llama Cecilia: en una masa indiferenciada de muertos, emerge finalmente un rostro. Y Renzo se detiene conmovido: finalmente ha entendido el drama de todos. Esta es la introducción en la realidad: pasar a través de un particular para captar lo universal.
Esta posición encuentra confirmación también por parte de la gran escritora americana Flannery O’Connor. Ella se pregunta: ¿por qué hoy es tan difícil escribir novelas? Porque la mayoría de los autores tienen una idea abstracta en la mente y esta idea no está llena de carne. Ella dice: los autores jóvenes son maniqueos, odian la carne.
Todo lo que hemos dicho hasta ahora nos lleva a la cuestión de un saber que no responde a la pregunta de quién es el hombre, cuestión que se confía al final al resultado de la ciencia. La escuela le confía a la ciencia contemporánea la respuesta sobre la vida. Pero la respuesta a la pregunta quién soy yo no me viene de la ciencia. Esta pregunta cuando se plantea tiene una implicación, al fin y al cabo, religiosa. La pregunta quién soy yo tiene implícita la pregunta qué va a ser de mí, qué va a ser de la persona que me es querida. Y quién soy yo es una pregunta que se sitúa delante del problema del destino de la vida y de la muerte, frente al problema de si existe un Dios o no. Ciertamente es una pregunta que expresa el deseo de permanecer. De este deseo nace la cultura. La cultura nace de un deseo de afirmar un sentido de la vida frente la muerte. Toda la gran cultura de los pueblos expresa esto. De aquí nace la cultura y la educación.
Benedicto XVI en su discurso en París a los intelectuales habló ampliamente sobre los monjes que construyeron la cultura europea. Gracias a ellos la gran cultura greco-romana no se perdió durante los siglos oscuros de las invasiones bárbaras. Nosotros, herederos de la cultura clásica, se lo debemos a aquellos hombres desconocidos. Y dice Ratzinger: «Esos hombres no es que quisieran construir Europa. Europa nació gracias a ellos, pero no era su fin. Ellos buscaban a Dios. Buscaban a Dios, pedían a Dios y permitieron que la cultura clásica sobreviviera». Sin una pasión religiosa por lo humano no existe ni una pasión cultural ni una pasión educativa.
¿Qué es efectivamente educar? Es sacar a la luz el yo escondido de cada uno provocándolo con una tradición cultural que lo pone en relación con la realidad, y antes que nada con la realidad de su vida. En este sentido la educación es como favorecer un parto. Sócrates lo sabía bien, él decía: «yo no hago otra cosa que hacer el oficio de mi madre», que era una partera. Educar es generar, generar hombres nuevos. Esto es lo que nadie tiene claro. El chico que entra por primera vez tímido en el primer grado de la escuela, que logra decir sólo dos palabras, si trabajás con él, después de cinco años es otro. Es otro hombre, otra mujer. Esto es posible sólo en relación con un contenido que abre a la relación con el mundo. Como escribía el director y escritor Pier Paolo Passolini: «la vida consiste antes que nada en el ejercicio radical de la razón. Mejor ser enemigos del pueblo que enemigos de la realidad». Mejor ser amigo de la verdad que de todo interés partidario. Educar es transmitir, para favorecer una confrontación.
Tradición y tradicionalismo
Notemos que la tradición no es tradicionalismo, la tradición es la gran tradición cultural que se transmite en la escuela. Y como dice Hanna Arendt, la tradición es un testamento que se trasmite de generaciones pasadas a las presentes y después a las futuras. En la escuela, por lo tanto, no se debe estudiar de todo. Muchos educadores hacen estudiar a los alumnos los libros de la A a la Z, pero éste no es el objetivo. El testamento opera una selección de lo que es mejor, de lo que sirve, de lo que es útil y lo que es mejor para la formación de un hombre del siglo XXI.
Educar a la razón no significa simplemente comunicar contenidos, sino educar en cómo se debe razonar. Éste es el gran regalo que el educador puede hacer a sus chicos. Educar a la razón es educar en un estilo de razonamiento. Cada uno tiene su estilo de razonamiento y esto es lo más precioso. No es importante el producto preconfeccionado, sino que se le explique cómo se llega a las cosas. Éste es el don que el educador puede hacer. Descubrir con ellos la verdad de las cosas en el modo en el que las descubre él. Por el contrario, los que ofrecen solamente información son como avaros, no dejan participar en nada de sí mismos. Se trata de educar sobre cómo se llega al contenido y educar en la forma.
Nosotros hoy no educamos en la forma. Sin embargo, la forma es la expresión del yo. En la escuela ya no se enseña a escribir ni a hablar. En Italia llegan a la universidad y no saben cómo escribir. Es un problema dramático. Educar a escribir no es un formalismo, es ayudar a un chico a salir de la cerrazón en sí mismo. Es ayudarle a encontrar las palabras para comunicar su propia experiencia de la vida. El trabajo cultural consiste en encontrar la forma justa, lo cual conlleva un gran cansancio. A través de la forma yo me expreso: el lenguaje es la expresión prioritaria del yo. La escuela debe educar a esto. Se te estará siempre agradecido si has ayudado a alguien en esto.
El gran actor francés Gérard Depardieu, en una entrevista de hace un año, contó su historia. Dijo Depardieu que, siendo pobre, de chico abandonó la escuela. Luego, un día, encontró a un amigo que actuaba en el teatro y le comunicó esta pasión. Actuando en el teatro, descubrió los autores clásicos franceses de 1600. Se le abrió el mundo porque con las palabras de esos autores, aprendidas de memoria, se dio cuenta de que podía finalmente abrirse a sí mismo. Todas las sensaciones, las impresiones, las emociones finalmente encontraban la forma de salir al exterior. Y esto le desarrolló una pasión por la cultura y la actuación. Se volvió uno de los actores más famosos de Francia. Se necesita provocar al hombre que duerme para suscitar en él una expresividad.
Cuando se estudia el educador debe ayudar a entender qué es importante y qué secundario. En muchos manuales de texto todo es igual y hay una cantidad importante de información que no ayuda a la comprensión. La inteligencia está en distinguir lo que es fundamental de lo que no lo es. Cuando los estudiantes vienen de vez en cuando a dar los exámenes de filosofía, algunos han estudiado todo pero te repiten las cosas como si todo fuera igual. Yo les doy la nota máxima pero entiendo que no han comprendido nada. Otros estudiaron menos pero estudiaron mejor porque entendieron cuáles son los pilares del discurso. Éste es el punto central de la cuestión: es necesario ayudar a los estudiantes a razonar y a razonar bien. Esto les permite ahorrar tiempo, esfuerzo y sobre todo crecer en la inteligencia de las cosas.
Para ello, sin embargo, no basta un discurso cultural. Se necesita también la persona del educador. San Agustín escribía «in manibus nostris sunt codices, in oculis nostri facta» («en nuestras manos se encuentran los códigos, frente a nuestros ojos, los hechos»); «facta»: los hechos son ante todo la persona del maestro.
Educar es un riesgo, es decir, un exponerse en primera persona. Este «dejar participar» de la vida no es algo paralelo a la enseñanza, sino que está dentro de ella. Enseñar es comunicar, comunicando el contenido yo me comunico también a mí mismo. Incluso en el tono de la voz. Hay educadores que dicen todo en el mismo tono de voz. Por eso, si se quiere poner en evidencia una cosa importante, se debe alzar la voz de vez en cuando, porque si no se duermen todos.
Por tanto, educar a la razón es educar a una sensibilidad. Insisto sobre esto porque se tiene la idea de que la razón es algo universal: es universal pero la sensibilidad es particular. Se educa a un estilo de razonamiento, es decir, a una posición humana. Este estilo te lo da solamente el docente, el resto se encuentra en los libros. Por eso en la universidad, si el docente es bueno, es importante seguir sus clases, porque es la modalidad en la que él te comunica lo importante. Por otro lado, éstos son los docentes que se recuerdan por tantos años. De los otros nos olvidamos.
En el comunicarse a sí mismo mediante un saber verdadero, el educador se vuelve un maestro. Comunica de algún modo su propia pasión, por la vida, por la verdad, por la realidad. No la impone, la propone. Provoca a sus estudiantes a una curiosidad, a un interés. Plantea un interrogante positivo, no escéptico. Despierta al otro del sueño. De este modo, la educación pasa hoy a través de la renovada percepción de lo humano, de lo humano que eres. Es esto lo que impide toda ideologización, porque el yo del otro es despertado por la persona del maestro.
Este despertarse del interés es un interés hacia los contenidos de lo que se estudia y a la vez un interés por sí mismo. Cuanto más uno le toma gusto a algo, más toma gusto por uno mismo. Cuanto más uno descubre un interés real, más se descubre a sí mismo como fuente de ese interés. El verdadero educador es como si tuviese la mirada sobre mí, pero no para apoderarse de mí, sino para provocarme a ser, a que sea yo mismo, a que encuentre mi camino, mi relación con la vida, con el destino.
De una pasión por la vida se comunica la pasión por la vida. De la persona se comunica la persona. Esta ley no puede ser superada. Éste es hoy el punto fundamental de la cuestión. Una apuesta amorosa sobre el otro, no para ponerlo de nuestra parte, sino para provocarlo a una relación con el Infinito. Sin impaciencias, sin pretensiones, porque el destino es personal. A nosotros nos toca educar hombres libres. Se nace a uno mismo en la libertad y sólo mediante la libertad. Maestro es aquél que ayuda a este reconocimiento. A él le corresponde el reconocimiento amoroso de quien se vuelve adulto. El destino del alumno ya es parte de su destino.
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