MUCHOS AÑOS DEDICADOS A LA DIFUSIÓN DE LA BIBLIA
El Prof. Mons. Armando J. Levoratti habla de su vida al servicio de la difusión bíblica.
Cuando ingresé al Seminario de La Plata, en 1946, la mayor parte del tiempo se dedicaba al estudio del latín y del griego. Cicerón, Virgilo, Horacio y Tito Livio eran figuras familiares. Entre los griegos, los más estudiados eran Jenofonte y Anacreonte, pero también se leían fragmentos de Homero, Platón y Aristóteles. Con no menor intensidad se estudiaba la literatura de habla española. Un joven profesor, el P. Fermín Arocena, nos explicaba con entusiasmo sus apuntes de gramática y de métrica castellanas y nos hacía leer los clásicos hispanoamericanos, desde el poema del Cid, Cervantes, Lope de Vega y Fray Luis de León hasta Rubén Darío, José Martí, Leopoldo Lugones, Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal. Los autos sacramentales de Calderón y otras obras clásicas de la dramaturgia española se representaban con frecuencia en el teatro. Jorge Luis Borges era ya un escritor famoso, pero aún no ejercía la fascinación que habría de ejercer más tarde.
La filosofía
Al término de la etapa humanística comenzaron los estudios filosóficos. El Seminario Mayor de La Plata era por aquel entonces un baluarte del tomismo en la Argentina. Su principal impulsor, Octavio Nicolás Derisi, fue más tarde fundador y primer rector de la Universidad Católica Argentina. Su firme devoción a Santo Tomás y al tomismo recibió el fuerte espaldarazo de la encíclica Humani Generis, recientemente publicada por Pío XII. Esta encíclica prevenía contra los errores del modernismo y de la llamada nouvelle théologie, pero no ponía en cuestión el axioma vetera novis augere, recomendado desde mucho tiempo antes por el papa León XIII. El tomismo que se enseñaba era el de Cayetano y Juan de Santo Tomás, presentado sintéticamente en el manual de Gredt. La distinción real entre
esencia y existencia, la premoción física, el hilemorfismo y el principio de individuación eran temas frecuentes de conversación en los recreos, ya que en el Seminario no se leían diarios ni revistas, no se veía televisión, ni se escuchaba radio. Las noticias sobre lo que sucedía en el mundo exterior nos llegaban casi exclusivamente a través de los comentarios que hacían los profesores en los recreos o en las clases. La historia de la filosofía se estudiaba en manuales escritos por filósofos católicos, pero ocasionalmente se leían fragmentos de los grandes textos filosóficos, incluidos los de autores modernos como Descartes, Kant, Hegel, Husserl, Scheler y Bergson. Eran los tiempos del existencialismo, y Heidegger, Jaspers, Gabriel Marcel y Sartre, a veces leídos en sus propios textos, ofrecían temas para la conversación y el debate. Por otra parte, los libros de Jacques Maritain y Étienne Gilson nos ofrecían la imagen de un tomismo renovado. El P. Guillermo Blanco, profesor de psicología y antropología filosófica, era el que más contribuía a abrir nuevas perspectivas, siempre dentro del marco estructural del tomismo. Una de las glorias del Seminario platense era Mons. Juan Straubinger, que hacia el 1950 publicó la primera traducción latinoamericana de toda la Biblia. Él enseñaba exégesis en los cursos teológicos, pero también daba clases de griego bíblico a los estudiantes de filosofía, de manera que lo tuve como profesor en el año 1951. Al año siguiente, Mons. Straubinger pudo realizar su sueño de regresar a Alemania, de donde había tenido que salir perseguido por el nazismo. Allí murió poco tiempo después.
La teología y los estudios bíblicos
En 1953, sin que yo lo esperara, me anunciaron que debía proseguir mis estudios en Roma. Después de una larga y grata travesía en barco (los viajes en avión, en aquella época, eran más bien excepcionales), llegué a Roma dispuesto a iniciar mis estudios teológicos. En aquel mes de octubre se celebraba un nuevo centenario de la fundación de la Universidad Gregoriana y se reunieron en Roma filósofos y teológos de distintas partes del mundo. Como aún no había empezado a estudiar teología, asistí a las conferencias y debates del área filosófica. Johannes Lotz, uno de los expositores en el encuentro, me produjo una viva impresión por la profundidad y claridad de su pensamiento. En una oportunidad me pasé al área teológica para escuchar la exposición de Mons. Cerfaux sobre san
Pablo. En aquellos años, la teología se estudiaba en latín y de acuerdo con el esquema escolástico: enunciado de la tesis, status quaestionis, pruebas, corolarios y escolios. Pero al lado de los profesores más tradicionalistas, iniciaba su carrera docente un grupo más joven, que traía nuevos enfoques y nuevas perspectivas. Los nombres de algunos de ellos –Alzeghy, Flick, Alfaro, van Roo– se hicieron más tarde famosos y contribuyeron con sus escritos a renovar los estudios teológicos en muchos seminarios del mundo. Aunque ya no era tan joven, el P. Vignon manifestaba un entusiasmo contagioso cuando dictaba sus cursos sobre las virtudes teologales, especialmente en el momento de explicar el constitutivo formal del acto de fe. Entre los profesores recién llegados a la Universidad Gregoriana se encontraba también el teólogo canadiense Bernard Lonergan. Sus clases sobre la Trinidad y la cristología no tenían mucha aceptación en la mayoría de los alumnos, debido al complejo andamiaje filosófico que sustentaba su reflexión teológica. Yo, en cambio, seguía con entusiasmo sus arduas exposiciones, y no perdía la ocasión de visitar al P. Lonergan en su escritorio, para aclarar en diálogo con él distintos temas filosóficos y teológicos. La figura de Bernard Lonergan (1904-1984) merece un breve excursus. Si hemos de creer a Thomas J. Reese (Director de la revista católica América), los biblistas e historiadores han podido hacer grandes progresos gracias a la libertad de investigación otorgada por el Vaticano II. De ahí que los mejores logros de la teología contemporánea se deban a los estudios bíblicos e históricos. La teología sistemática y la moral, en cambio, han tenido menos fortuna, porque ellas no pueden prescindir de una sólida fundamentación filosófica. Sin embargo, basta mencionar entre los católicos la palabra «filosofía» para experimentar una sensación de vacío. Desde la Ilustración la Iglesia se ha empecinado en defender a capa y espada la escolástica. Esto significa que la Iglesia no tiene una base filosófica adecuada para construir sobre ella la teología sistemática y moral de hoy. Ni hay un sistema filosófico secular del que se pueda disponer, ni existen los colosos filosóficos de otros tiempos para entablar un diálogo productivo. Muchos teólogos, incluidos los autores del Catecismo de la Iglesia Católica, practican un «catolicismo de escaparate». En él se muestran las mejores piezas de las mejores marcas: citas de la Escritura, de los Padres, de los concilios y del magisterio. Los teólogos que no hacen más que citar a San Agustín y a Santo Tomás no tienen problemas. Los inconvenientes empiezan cuando un teólogo se atreve a hacer lo mismo que hicieron aquellos, exponiendo la fe con los mejores instrumentos de la hora presente. Teilhard fue silenciado por querer compaginar ciencia y religión, y hoy se mira con suspicacia a los moralistas que utilizan la psicología y el análisis social. En este contexto adquiere particular relieve la obra de Bernard Lonergan. Él ha sido uno de los teólogos que con mayor acierto intentó exponer la fundamentación filosófica de la teología. Su intento de desarrollar un método aplicable a toda disciplina científica es digno de la más atenta consideración. Porque si comprendemos hasta qué punto las metodologías de la teología, la historia, la ciencia y la filosofía son distintas instancias de un modelo cognitivo fundamental (el insight o acto de intelección), seremos capaces de soslayar los agujeros negros del relativismo y el dogmatismo y de mantener un diálogo inteligente en la Iglesia y en el mundo 1. Algunas de estas apreciaciones pueden parecer demasiado categóricas, pero pienso que en términos generales el diagnóstico es correcto. También lo es la importancia que se atribuye a la obra filosófico-teológica de Bernard Lonergan. La teología que se enseñaba en la Universidad Gregoriana en aquella época preconciliar tenía un buen nivel, pero era más bien conservadora. Francia, Bélgica y Alemania ofrecían en cambio un panorama mucho más dinámico y creativo. Era la época en que florecían los estudios teológicos, bíblicos, patrísticos, litúrgicos y pastorales que prepararon el camino al Concilio Vaticano II y que muchos estudiantes de teología leíamos con fruición, aun conociendo las serias sospechabas que despertaban esos autores en los ambientes romanos. Los escritos de Rahner, Congar, Roguet, De Lubac, Cerfaux y Daniélou ejercían un enorme atractivo y cumplían una doble función: por una parte, iluminaban con nuevas perspectivas el ámbito demasiado estrecho de la teología escolástica; por la otra, nos ofrecían criterios para discernir las limitaciones de la formación recibida, sobre todo en el campo bíblico. Además de las obras de estos teólogos católicos se leían las de algunos autores protestantes. El más apreciado era Oscar Cullman, cuyo libro Cristo y el tiempo tuvo una enorme repercusión. Los escritos de Bultmann daban mucho que hablar, pero su audaz programa «desmitologizador» producía una cierta perplejidad. Hacía falta más tiempo y una mayor madurez intelectual para asimilar y evaluar críticamente las propuestas de aquel deslumbrante maestro de la exégesis y la teología. Una vez concluidos los estudios teológicos, decidí ingresar en el Pontificio Instituto Bíblico. Allí asistí a algunos cursos de exégesis del Antiguo y del Nuevo Testamento, pero me dediqué especialmente al estudio de las lenguas orientales. Me inicié en el conocimiento del hebreo y del arameo bíblicos, pero ocupé la mayor parte del tiempo en el estudio del sumerio con el P. Bergmann, del acádico con el P. Pohl y del ugarítico con el P. Dahood. Al regresar a la Argentina, sentí la necesidad de profundizar mis conocimientos del hebreo y estudié varios años hebreo moderno en un instituto judío. Por aquella época se había impuesto con fuerza la moda estructuralista que llegaba de Francia, y los modelos lingüísticos se aplicaban con razón o sin ella en todos los campos del saber. La Universidad de La Plata, ciudad en la que yo residía, se abrió a esa influencia y allí se dictaron clases y conferencias que contribuyeron a popularizar materias como la semiótica y la antropología estructural. Poco más tarde pude viajar a los Estados Unidos y realizar varios cursos en el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago. Fue una experiencia extraordinaria, porque tuve la oportunidad de ponerme en contacto con los gigantes de la asiriología de aquella época: Beno Landsberger, A. Leo Oppenheim e Ignace Gelb.
La época del Concilio Vaticano II
Hasta aquel momento (1960), la enseñanza de la Biblia en los seminarios tenía una orientación más bien apologética. Se citaban profusamente los nombres de Loisy y Harnack como representantes del modernismo y del racionalismo, que «negaban el orden sobrenatural». Se presentaba a la Biblia como un libro «difícil», que no podía ponerse en manos de «cualquiera». En vez de aconsejar la lectura de la Biblia, se recomendaba leer a los hagiógrafos y a otros autores espirituales. En la catequesis y en las clases de religión se sustituía la Escritura con la «historia sagrada». Los textos bíblicos más citados se espigaban fragmentariamente en los libros litúrgicos leídos en latín, y si alguien leía demasiado la Biblia se hacía sospechoso de ser proclive al protestantismo. Ni siquiera Mons. Straubinger se libró por completo de tales sospechas. Este panorama empezó a cambiar en tiempos del Concilio, sobre todo cuando Pablo VI estableció como deber primordial de «nosotros los obispos» hacer que la Biblia llegue a manos de los fieles y sea el alimento espiritual de todo el pueblo cristiano. Pero el Concilio planteaba además otro problema. De acuerdo con la reforma litúrgica, los textos bíblicos que antes se leían en latín debían leerse en lengua vernácula. Era necesario, por lo tanto, disponer de traducciones de la Biblia adecuadas a las necesidades de la liturgia y que sonaran bien a oídos del pueblo. Esta necesidad era particularmente notoria en los países de habla castellana, porque las traducciones disponibles empleaban un lenguaje más bien arcaizante, que ificultaba la proclamación de la Palabra en las celebraciones litúrgicas. En vista de esta urgencia, se hizo indispensable realizar nuevas traducciones. El empleo del lenguaje más adecuado se convirtió entonces en tema de arduas discusiones, porque en América Latina ha caído en desuso el «vosotros» y en lugar de él se dice «ustedes». Muchos obispos pensaban que introducir el «ustedes» en las celebraciones y en los textos litúrgicos era empobrecer el idioma o quitar solemnidad al culto divino. En algunos países como la Argentina esta discusión se mantuvo viva hasta que al fin, no hace mucho tiempo, la mayoría de los obispos terminó por admitir que no tenía demasiado sentido seguir imponiendo un lenguaje que ya nadie usaba en el habla corriente y que ni ellos mismos empleaban en la predicación. Las primeras versiones tuvieron un carácter fragmentario. Al principio se tradujeron solamente los textos del antiguo misal romano. Luego, cuando se reformó el leccionario y se amplió considerablemente el número de los textos bíblicos que debían leerse en la liturgia, fue necesario abordar una tarea considerablemente más extensa. Pero como para esa fecha nos habíamos propuesto hacer una traducción pastoral de todo el Nuevo Testamento, el debate sobre el lenguaje nos obligaba a realizar una doble traducción. En los textos litúrgicos se empleaba el «vosotros» y en la traducción del Nuevo Testamento el «ustedes». Aquellos eran años de una gran efervescencia en el campo teológico, catequético, litúrgico y pastoral. La Biblia ocupaba cada vez más un lugar de privilegio en todas esas áreas y esto explica la excelente acogida que tuvo, a partir de 1968, la traducción del Nuevo Testamento publicada con el título de El Libro de la Nueva Alianza. Pero el pueblo quería la Biblia completa. Por eso se lanzó el proyecto de completar la obra con la traducción del Antiguo Testamento. Era una empresa difícil y arriesgada, que insumiría previsiblemente muchos años de intenso trabajo. De hecho así fue, y por ese motivo ya no se pudo contar con el grupo de laicos que habían seguido de cerca el proyecto anterior (la traducción del Nuevo Testamento) y que habían estado presentes en las reuniones dominicales dedicadas a releer y corregir en grupo los textos traducidos previamente. En esta nueva situación, no tuve más remedio que dedicar muchas horas diarias a la traducción primero del Pentateuco, luego de los Salmos y finalmente de todo el resto del Primer Testamento. El trabajo duró hasta el año 1981, fecha en que se publicó por primera vez la Biblia completa, bajo el título de El Libro del Pueblo de Dios. En esta tarea me prestó una invalorable colaboración el P. Alfredo Trusso, con quien leímos y revisamos versículo por versículo y línea por línea todo el texto de la Biblia.
Después del Concilio
Mientras tanto, la Argentina vivía años dramáticos. Las dictaduras militares se sucedían unas tras otras y una represión salvaje trataba de poner freno a los movimientos revolucionarios y a los grupos terroristas. Muchos pensaban que la lucha armada era una vía legítima de acceso al poder, en cuanto respuesta a la violencia estructural de las instituciones capitalistas. Las muertes estaban a la orden del día, y el tema de los «desaparecidos» en la Argentina (como en otros países de América Latina) alcanzó resonancia mundial. Las heridas aún no se han cerrado, y los gobiernos democráticos todavía no han encontrado el modo de conducir a la sociedad argentina por el camino de una auténtica reconciliación. Obviamente, la Iglesia tiene sobrados recursos morales para contribuir a esta pacificación, pero esos recursos no siempre se han utilizado con la eficacia que era dado esperar. Una etapa particularmente dolorosa de la historia argentina fue la guerra de las Malvinas. Solo un régimen dictatorial, que ejercía el poder sin ningún control externo (el parlamento había sido abolido y la libertad de prensa estaba muy restringida), pudo concebir y llevar a cabo una empresa tan descabellada. Más que la humillante derrota militar, el triste saldo de aquel desigual enfrentamiento armado fue la muerte de unos 1.500 jóvenes. El tema Malvinas aún se sigue debatiendo en la Argentina con el mayor apasionamiento, pero el fin de la guerra trajo al menos un resultado positivo: acabó con los golpes de estado y con las apetencias políticas de los militares. La apertura de la era democrática me impulsó a escribir dos folletos: La Biblia para los políticos y gobernantes y La Biblia para el ciudadano. La inspiración me vino de un artículo publicado en la revista Universitas, de la Universidad Católica Argentina, en la que se hablaba del juramento prestado por las personas que accedían al poder. Muchos de ellos juraban con las manos puestas en la Biblia, pero después no tenían en cuenta las enseñanzas del Libro sobre el que habían expresado su compromiso patriótico. Años más tarde volví sobre el mismo tema desde una perspectiva más amplia en otro pequeño libro: Lectura Política de la Biblia.
La Revista Bíblica
En el año 1983 asumí la dirección de la Revista Bíblica, que había fundado Mons. Juan Straubinger en 1939, cuando era párroco en San Pedro de Jujuy, un lejano pueblo del norte argentino. Después la siguió publicando desde el Seminario Mayor de La Plata, pero al emprender su viaje a Alemania, donde pensaba radicarse definitivamente, se la encomendó a los Padres del Verbo Divino. Años más tarde, el P. Galinger, que en aquel momento estaba al frente de la Editorial Guadalupe, me pidió que me hiciera cargo de la dirección y a partir de entonces dediqué una buena parte de mi tiempo a esa tarea. La necesidad de hacer que la Revista Bíblica apareciera regularmente (cuatro números del año) me obligó a escribir numerosos artículos y una cantidad considerable de recensiones de libros. En tal sentido, la función de director me ayudó a seguir informado y a mantener un constante ritmo de trabajo. Más tarde, varias colecciones de aquellos artículos aparecieron en forma de libros (Hermenéutica y Teología, El Trabajo a la luz de la Biblia, El Tiempo de Dios).
La Fundación Palabra de Vida
Otro momento importante en mi compromiso con la difusión de la Biblia fue mi participación en el grupo que concibió y puso en marcha la Fundación Palabra de Vida. Esta Fundación tiene su razón de ser en la necesidad de ofrecer la Biblia a muy bajo precio a la gente de menores recursos. La publicación de El Libro del Pueblo de Dios había cumplido con el objetivo fundamental de poner el texto de la Biblia en un lenguaje comprensible para el pueblo, pero el tamaño de cualquier ejemplar de la Biblia hace que su valor comercial tenga que ser bastante elevado. Por lo tanto, era imposible lograr una difusión masiva de la Biblia si se mantenían los precios de librería. Con este propósito, con muy escasos recursos y en momentos económicamente difíciles para la Argentina (la inflación llegó algunas veces a niveles descomunales), la Fundación pudo distribuir más de un millón de ejemplares de El Libro del Pueblo de Dios y varios millones de El Libro de la Nueva Alianza (el Nuevo Testamento).
En las Sociedades Bíblicas Unidas
Desde la época de su fundación, las Sociedades Bíblicas Unidas se comprometieron a publicar la Biblia sin notas ni comentarios adicionales. En América Latina, el texto usado por las comunidades evangélicas y largamente difundido por las Sociedades Bíblicas fue la versión de Casiodoro de Reina, revisada primero por Cipriano de Valera y sometida luego a varias otras revisiones (las dos últimas corresponden a los años 1960 y 1995). Esta situación se mantuvo durante más de un siglo, pero a partir de los últimos treinta años se volvió bastante problemática. Ante todo, porque la traducción de Reina emplea un español arcaico, muchas veces incomprensible para el lector corriente. Los intentos de actualización lingüística han facilitado la comprensión de algunos textos, pero la dificultad aún persiste. En segundo lugar, porque una Biblia sin notas explicativas resulta con frecuencia ininteligible o, peor aún, se presta a toda clase de falsas interpretaciones. De ahí el doble proyecto llevado a cabo por las Sociedades Bíblicas Unidas en el último tercio del siglo XX. En una primera etapa, se realizó una traducción enteramente nueva de la Biblia, según el principio de la «equivalencia dinámica» y no de la «equivalencia formal» (es decir, en pocas palabras, traduciendo de sentido a sentido y no palabra por palabra). Esta nueva versión, conocida con el nombre de Dios habla hoy, tuvo poca aceptación e incluso fue muy resistida en las comunidades evangélicas más tradicionales, que siguen apegadas a la Biblia de Reina-Valera. Pero poco a poco se ha comenzado a usar en algunas iglesias protestantes y alcanzó una amplia difusión en las comunidades católicas de América Latina. El segundo proyecto tuvo un trámite más complejo. Se trataba de publicar una «Biblia de estudio», es decir, de añadir al texto de la Escritura introducciones y notas explicativas, hecho sin precedentes en las Sociedades Bíblicas Unidas. La tarea no era fácil, y para llevarla a cabo fue necesario vencer muchos prejuicios y fijar normas claras sobre las características de las notas y comentarios. En un primer momento se pensó en incluir únicamente aclaraciones de carácter histórico y geográfico, indicando, por ejemplo, dónde se encuentra el lago de Genesaret o quién fue el rey Herodes. Era una delimitación bastante precisa, pero demasiado restrictiva, y pronto se alzaron voces (especialmente entre los católicos) que reclamaban una mayor apertura y pedían notas exegéticas e incluso pastorales. De lo contrario, decían, la utilidad de esa Biblia sería muy relativa y se desaprovecharía una buena oportunidad para ofrecer al pueblo de Dios una guía que lo ayudara a comprender mejor el mensaje de la Escritura. Este nuevo enfoque obligaba a proceder con mucho tacto, porque era necesario evitar los puntos de vista «confesionales». La obra la inició el Dr. William Wonderley, un pastor bautista que trabajó muchos años en México para las Sociedades Bíblicas Unidas, pero que pasó sus últimos años retirado en Albuquerque (Nuevo México). Sus notas al Nuevo Testamento fueron el primer esbozo de lo que sería más tarde la Biblia de Estudio Dios habla hoy, pero su larga enfermedad le impidió dar a las notas el último retoque y redactar introducciones que respondieran a los objetivos del proyecto. El P. Pedro Ortiz, SJ, profesor de exégesis bíblica en la Universidad Javeriana de Santafé de Bogotá, retomó el trabajo iniciado por el Dr. Wonderley, rehizo en parte las notas y preparó las introduciones a los libros del Nuevo Testamento. Para esa fecha (1986) yo fui designado Consultor honorario de las Sociedades Bíblicas Unidas y me incorporé al equipo encargado de preparar la Biblia de Estudio. En una primera etapa se decidió publicar el Nuevo Testamento y los Salmos. Las introducciones y notas al Nuevo Testamento ya estaban casi listas, pero sobre los Salmos había que hacerlo todo. En consecuencia, me encomendaron la ejecución de esa tarea y me llevó más de un año redactar la introducción y las notas al Salterio. Con la publicación del Nuevo Testamento de Estudio se completó una etapa, pero se abría otra nueva. El Dr. Eugene Nida, que coordinaba el equipo, quería publicar cuanto antes la Biblia completa. Pero hacía falta nada menos que preparar las notas y las introducciones a todos los libros del Antiguo Testamento, incluidos los deuterocanónicos, ya que las Sociedades Bíblicas tenían proyectado publicar una Biblia con deuterocanónicos para la Iglesia católica. Una vez diseñado el proyecto, había que llevarlo a la práctica. Yo debía encargarme de preparar las notas de la Biblia hebrea, y el P. Ortiz las de los libros deuterocanónicos. La empresa era de largo aliento y se necesitaba una buena biblioteca para que el comentario reflejara en cierta medida el estado actual de los estudios bíblicos. El riesgo de introducir notas «confesionales» o heterodoxas exigía, además, que los borradores fueran sometidos a una severa crítica. De ahí la necesidad de hacerlos leer por representantes de las distintas iglesias, para que enviaran sus observaciones y sugerencias. Obviamente, entre los encargados de revisar las notas había cristianos de todas las tendencias: desde miembros de las iglesias evangélicas más conservadoras hasta expertos en ciencias bíblicas. Era imprescindible, por lo tanto, mantener un sano equilibrio entre dos posiciones difícilmente conciliables. Por un lado, había que presentar un comentario actualizado; por el otro, no se debía provocar el rechazo de las personas que miraban con recelo los estudios bíblicos modernos. Gracias a la coordinación llevada a cabo por el Centro Regional con sede en Miami, el intercambio con los revisores pudo realizarse satisfactoriamente. Al cabo de unos cinco años, los materiales de la Biblia de Estudio Dios habla hoy estaban en condiciones de ser publicados. La publicacón quedó a cargo del Centro Regional para las Américas, que preparó distintas ediciones según el principio que inspira el trabajo de las Sociedades Bíblicas Unidas: «ofrecer el texto de las Escrituras en un lenguaje que todos puedan leer y a un precio que todos puedan pagar».
La Pontificia Comisión Bíblica
Mientras me encontraba en Albuquerque (Nuevo México), preparando las notas a los profetas para la Biblia de Estudio, recibí una llamada telefónica de mi Arzobispo de entonces, Mons. Antonio Quaracino, en el que me comunicaba que había sido designado miembro de la Pontificia Comisión Bíblica. La noticia me tomó de sorpresa, porque nunca había hecho nada para obtener esa designación, ni sabía a ciencia cierta cómo estaba constituida o cómo funcionaba dicha Comisión. Tampoco había tenido hasta entonces trato personal con ninguno de sus miembros. La Pontificia Comisión Bíblica se reúne todos los años en Roma, generalmente en la segunda semana después de Pascua. Está constituida por diecinueve miembros y un secretario. Su presidente es el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe. Fue fundada a fines del siglo XIX por el Papa León XIII, pero sus estatutos fueron sometidos a sucesivas revisiones. La última revisión es posterior al Concilio Vaticano II y lleva la firma de Pablo VI. Como estaban por cumplirse los cien años de la encíclica Providentissimus Deus de León XIII y los cincuenta de la Divino afflante Spiritu de Pío XII, el Papa Juan Pablo II tenía interés en honrar aquellos dos aniversarios con un documento que estuviera a la altura de los publicados por sus predecesores. Se trataba de dar un nuevo impulso a los estudios bíblicos y de orientar a los exégetas católicos en el complejo panorama que ofrecen hoy en día la hermenéutica bíblica y el «conflicto de las interpretaciones». De aquella iniciativa pontificia nació el documento sobre La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, cuya resonancia es ampliamente conocida. La elaboración del documento fe bastante larga y estuvo cuidadosamente preparada y ejecutada. Primero se estableció una distinción entre «métodos» de análisis bíblico y «aproximaciones» a los textos de la Escritura. Luego se pasó revista al estado actual de la exégesis y la hermenéutica bíblicas, a fin de hacer un catálogo lo más completo posible de los distintos métodos y aproximaciones. Una vez elaborado el plan de conjunto, se encomendó un tema específico a cada uno de los miembros. Al cabo de tres años de discusiones y de sucesivas revisiones, el documento quedó concluido y fue sometido a la aprobación del Papa. Juan Pablo II lo leyó con vivo placer y decidió promulgarlo en una sesión solemne, celebrada en abril de 1993. Para hacer resaltar la importancia de aquella promulgación, se reunió en la Sala Clementina al Colegio cardenalicio, al cuerpo diplomático, a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica y a los profesores del Pontificio Instituto Bíblico. Es bien conocida la aceptación positiva que tuvo este documento. Recensiones favorables y a veces entusiastas aparecieron en numerosas revistas católicas y protestantes, y los exégetas católicos, en general, se sintieron estimulados a proseguir sus estudios en un clima de libertad y sana apertura. Los capítulos dedicados a las lecturas fundamentalista, femenina y liberacionista de la Biblia, quizá los más celebrados, fueron para muchos una agradable e inesperada sorpresa. En la Asamblea mundial de las Sociedades Bíblicas Unidas, realizada en Canadá en 1998, se citó este documento como un aporte decisivo al movimiento ecuménico.
El Comentario Bíblico Internacional
Una tarde de 1994 me visitó en La Plata el Dr. William R. Farmer. El motivo de su visita era ponerme al tanto de un proyecto que comenzaba a llevarse a cabo bajo el patrocinio de la Universidad de Dallas. Se trataba de hacer un comentario a la Biblia que fuera a la vez católico –es decir, universal– y ecuménico. Con ese fin, era necesario reunir colaboradores de los cinco continentes y pertenecientes a las distintas confesiones cristianas (católicos, protestantes y ortodoxos). Los colaboradores podían expresarse con toda libertad, respetando únicamente un reducido número de
criterios básicos. Mientras Farmer viajaba por América Latina, los otros dos editores, Sean McEvenue y David Dungan, viajaban por Asia y Europa con un propósito semejante. William R. Farmer, recientemente fallecido, era una persona agradable y emprendedora, y dotada de una extraordinaria capacidad de organización. Había organizado encuentros y conferencias sobre los evangelios sinópticos en muchas partes del mundo, y en aquel momento estaba empeñado en la ejecución de un proyecto de proporciones inusitadas. Para llevarlo a cabo debió tener innumerables entrevistas y reuniones, hacer infinitas llamadas telefónicas y enviar incontables cartas, faxes y correos electrónicos a centenares de personas diseminadas por todo el mundo. Gracias a su admirable tenacidad, y al cabo de casi siete años de trabajo, el Comentario Bíblico Internacional estuvo terminado. De la visita que mantuve con el Dr. Farmer en el Seminario de La Plata nació una gran amistad y un trabajo conjunto, que duró todo el tiempo que fue necesario para completar el libro. Una vez concluida la preparación de una imponente masa de materiales (artículos generales, mapas, comentarios a los textos bíblicos, índices y recuadros), yo me hice cargo de la edición española, publicada casi simultáneamente con la edición inglesa por la Editorial Verbo Divino de Estella (Navarra). Al término de este recorrido cabe preguntar qué sentido tiene dedicar tanto tiempo y esfuerzo a la difusión de la Biblia. A esta pregunta se puede responder de formas diversas y aun contradictorias. Pero hay una respuesta que parece imponerse por sí misma, sin muchas demostraciones. La sociología contemporánea ha puesto en evidencia que toda sociedad está relacionada con un conjunto de esquemas y valores, con un «mundo de sentido simbólico». En este punto se juntan Feuerbach y Durkheim, ya que ambos sostienen que toda sociedad, con sus instituciones, estructuras y escalas de valores, tienen que idear forzosamente un mito fundacional que justifique y legitime la posesión y el uso del poder. Hay, por lo tanto, una correlación entre el «mundo simbólico de sentido» y los valores de una sociedad. O dicho más brevemente: la organización social de la vida se mueve en el marco de un orden religioso o de las proyecciones que hoy ocupan su lugar. Este «mundo de sentido simbólico», de tanta trascendencia en la organización y en la vida de la sociedad, muy raras veces y solo parcialmente ha sido configurado por el mensaje del evangelio. De ahí la necesidad de hacer que la Biblia salga del regazo de los grupos eclesiales, de los seminarios y los círculos académicos, de las celebraciones litúrgicas y las homilías dominicales, para que entre en la vida individual y colectiva y se realice, de hecho, política y socialmente.
El artículo que sigue fue tomado de la obra: «Panorama de la teología latinoamericana», 2ª edición, de J.-J. Tamayo y J. Bosch (editores), páginas 301-315.