G. Alberigo, Vaticano II y su herencia

A unos decenios de distancia, el Vaticano II tiene todos los visos de pasar a la historia como el acontecimiento de mayor relieve en el horizonte del cristianismo contemporáneo. Para ello es preciso mirar al Concilio no como una suma de textos – casi siempre prolijos, y ya tal vez caducos-. De hacerlo así, dejaríamos de percibir el impulso que el Concilio imprimió en la comunidad de los creyentes. Es de este impulso del que surgió la voluntad de renovarse, el afán de búsqueda, la disponibilidad frente al Evangelio, la atención fraterna hacia todos los hombres. En él radica el núcleo dinámico del acontecimiento conciliar. Il Vaticano II e la sua eredità, II Regno, 40 (1995) 573-581

I. El Vaticano en la criba de la historia
La identidad del Vaticano
Si para los primeros Concilios de la antigüedad, la identidad se encuentra en las definiciones cristológicas y, si para el Concilio de Trento lo primordial reside en la controversia antiprotestante y el retorno a la disciplina eclesiástica anterior, la característica esencial del Vaticano II se cifra en estas dos notas: pastoralidad y aggiornamento.

1. Pastoralidad. El Vaticano II se caracteriza por su decidido empeño pastoral, con vistas a superar la larga confrontación doctrinal, el aislamiento frente a la sociedad y el peso de los anatemas.
¿De dónde le viene este rasgo característico? Sin duda, se trata de una impronta recibida del Papa Juan XXIII. La presencia en el lenguaje roncaliano de las palabras «pastor» y «pastoral», en sentido estricto, viene de muy atrás. Pero desde que fue nombrado obispo de Venecia, su uso se hace más frecuente y más cargado de sentido. El proceso culmina con su llegada al pontificado romano. Finalmente, cuando el papa presenta el Concilio, calificándolo de «pastoral», su gesto y palabra provocan sorpresa, perplejidad, interés. Hay quien hace una lectura débil y normalizadora. Pero hay también quien intuye ya un significado radicalmente innovador, dado que no había habido concilios de este signo.
Al hacerlo así, no es seguro si el Papa trataba conscientemente de superar el binomio doctrina/ disciplina (fides et mores) o simplemente quería dar una mera orientación -ni polémica ni conflictiva- a los trabajos del Concilio. Lo que sí es cierto es que esta caracterización ha sido reconocida como signo inequívoco de un concilio nuevo.
Por su parte, el Concilio asumió e hizo propia dicha caracterización. Los primeros síntomas aparecen ya en el seno de la Comisión central preparatoria y, sobre todo, en varias de las respuestas enviadas, el verano de 1962 -antes, pues, de la apertura de los trabajos- por los obispos descontentos con los esquemas preparatorios. En ellas, se insiste en la naturaleza «eminentemente pastoral» del Concilio, según el criterio dado por el pontífice, para reconducir la Iglesia al modelo de los primeros siglos.
En la primavera de 1962 la Note préliminaire presentada al papa por el Card. Suenens estaba toda ella impregnada de esa instancia «pastoral». Sus palabras finales lo expresan así: «Que el concilio sea, por excelencia, pastoral, o sea, apostólico». Es conocido el peso que tuvo esta «Nota» en el sucesivo desarrollo del Vaticano II.
Acogidas con entusiasmo las orientaciones «pastorales» de Juan XXIII, el Concilio encontró, no obstante, graves dificultades para traducirlas en propuestas concretas. Evidentemente, no estaba preparado para atender un propósito tan desatendido. Aun así, la superación de la concepción del cristianismo como suma de «doctrina» y «disciplina» constituye un significativo avance, ya que introduce una sustancial reconsideración del problema de la reforma de la Iglesia y sobre todo de la eclesiología.

2. Aggiornamento. Pese a la dificultad de una rigurosa determinación conceptual, el perfil hermenéutico del término aggiornamento está estrechamente vinculado al de la «pastoralidad». El aggiornamento se ha entendido a veces como reforma, cuando lo que quería realmente indicar era una actitud abierta de disponibilidad y de búsqueda. Hoy es todavía más claro que lo que el Concilio pretendía era que la Iglesia se comprometiera sin reservas a realizar una nueva inculturación de la revelación cristiana dentro de las nuevas formas de la cultura contemporánea.
Aggiornamento es, pues, la consigna que el Concilio da a la Iglesia, no para una reforma institucional o para una nueva formulación doctrinal, sino para poner el testimonio del anuncio evangélico en clara sintonía con los «signos de los tiempos».
El Vaticano II afrontó explícitamente la problemática del aggiornamento en la redacción de dos de los documentos más significativos: la Constitución Lumen gentium y el Decreto Unitatis redintegratio. Ahora bien, si se analizan las decisiones conciliares se ve que son insuficientes para conseguir el objetivo que el Vaticano II se había propuesto en orden a la «contemporaneización» de la Iglesia. Lo que sí logró el Concilio, primero como acontecimiento y después en el corpus de sus decisiones, fue una nueva aportación para la recomposición de la unidad de la fe y de la Iglesia. En efecto, desde la participación activa de los fieles en el culto a la concepción de la Iglesia como «misterio», distinta del Reino de Dios; desde el descubrimiento del «pueblo de Dios» y de la «comunión» entre las Iglesias y sus obispos hasta la ampliación de la perspectiva de «comunión» a todas las tradiciones cristianas y la aceptación del carácter itinerante de la comunidad cristiana en el mundo, el Concilio puso las premisas para superar el eclesiocentrismo relativizando, de paso, la propia eclesiología. Sobre este fondo, el reconocimiento de la soberanía de la palabra de Dios (Dei verbum) y de la inviolabilidad de la conciencia (Dignitatis humanae) ha permitido que la Iglesia, a la luz de la revelación evangélica, centrase su reflexión sobre los datos constitutivos del hombre. Hecho esto, a las comunidades cristianas, en el ejercicio responsable de sus carismas, les correspondía adoptar la forma de fraternidad más idónea, de acuerdo con su propia conciencia evangélica.

El cambio de contexto histórico-religioso y cultural
Hoy podemos fácilmente darnos cuenta de que el Vaticano II se sitúa entre el ocaso de una era ideológica y la aurora de la era postmoderna. La justa apreciación de esta ubicación del Concilio es determinante a la hora de resaltar la importancia de su herencia. En efecto, dado que el Concilio fue un acontecimiento de transición, su herencia tiene que ser, digamos, bifronte. Por un lado, es punto de llegada y final del período de las controversias post-tridentinas y, por el otro, es anticipación y punto de salida hacia un nuevo ciclo histórico.
Mirando hacia adelante es legítimo preguntarse si el Vaticano II no quedó «envejecido» en el acto mismo de su celebración. Para ser más explícitos: ¿no fue tal vez el Vaticano II la conclusión aplazada del Vaticano I? ¿puede decirnos algo en esta época de transición hacia el tercer milenio? Más aún: ¿no ha sido la misma aceleración histórica, generada por el Concilio, la que ha hecho del Vaticano II y de su mensaje un dato patéticamente superado?
Creo que es justo reconocer que el envejecimiento es más perceptible en las decisiones del Concilio -o al menos en muchas de sus partes- que no en el acontecimiento mismo y su significado. Discernir lo que está vivo y lo que está muerto en el Vaticano II es una tarea imprescindible para quien quiera justificar su herencia.
Después de interrogarnos en esta dirección, no podemos descuidar la otra. En efecto, para valorar el significado del Concilio hemos de conocer la situación general y eclesial de finales de los cincuenta. El anuncio, la preparación y, en fin, la celebración del Vaticano II se produjo en el contexto de una guerra fría, alimentada por el conflicto ideológico totalizante. El catolicismo vivía replegado en sí mismo y eso le había aislado, dejando inoperantes sus energías más vivaces.
Fue el gran acontecimiento coral del Concilio lo que provocó la sacudida de conciencia. Los límites europeos, de pronto, parecieron estrechos; las vallas ideológicas pusieron en evidencia su artificiosidad. La fecundidad de la confrontación y de la búsqueda prevalecieron sobre la seguridad establecida y esclerotizante. El epicentro eclesial, constituido en los años sesenta por los episcopados y por la teología europea, entró en crisis, de forma irreversible. Gracias al Vaticano II, su herencia ha alcanzado áreas y culturas que todavía durante el Concilio tenían un papel marginal.

II. Los problemas hermenéuticos
El reconocimiento del Vaticano II como un acontecimiento, más que como actualización de un modelo institucional o como suma de conclusiones aprobadas, plantea el problema de elaborar criterios hermenéuticos propios para la comprensión del Concilio y de su significado. Hay que acudir a criterios complementarios, más que a un criterio único, para evitar el peligro de una reducción monodimensional del dinamismo polimorfo que caracterizó al Vaticano II.
Interpretación
Después de la conclusión del Concilio, cristalizaron algunas vías de lectura de su significado. Me parece útil evocarlas brevemente, aun cuando su inspiración es más ideológica que historiográfica.
La lectura más radical es la integrista, que ve el Vaticano II como dominado por el maximalismo y, por tanto, como cesura de la continuidad de la tradición católica posttridentina. Según su punto de vista, el Concilio fue un error. Su valor, negativo.
Por el contrario, otros ven en el Vaticano II un aval de las posiciones y de las orientaciones opuestas a las que dominaron en los decenios precedentes al Vaticano II. Según este punto de vista, las decisiones conciliares constituyen el reverso del magisterio católico anterior al 1960. Para ellos, el Vaticano II cerró una época ya superada, si bien continuó siendo eurocentrista y dogmatizante. Los hechos del 68 y la aparición de la teología de la «muerte de Dios» habrían sancionado definitivamente la superación del Concilio. Desde su punto de vista, hay que propiciar el advenimiento del Vaticano III.
Para otros, el Vaticano II, carente del peso de las definiciones dogmáticas y de los anatemas, fue un Concilio débil, menor. Según esta interpretación, el predominio de lo pastoral sitúa al Vaticano II en niveles inferiores con respecto a los Concilios de Trento y Vaticano I. Desde esta perspectiva, el desarrollo incierto y tortuoso del Vaticano II ha sido la causa de las dificultades que Roma ha tenido para la recepción del mensaje y el control del impulso generado por el propio concilio.
Finalmente, otros proponen extender al Vaticano II la categoría de transición, propuesta originariamente para definir el pontificado de Juan XXIII. Un concilio de transición para sacar a la Iglesia de la época tridentina -y obviamente de la constantiniana- y para abrirla a una nueva era. El acontecimiento del Vaticano II marcaría, pues, un punto de no retorno en el itinerario plurisecular del cristianismo.

Recepción
Los grandes concilios siempre han tenido una recepción más o menos larga y trabajosa, después de su conclusión. Así ocurre también con el Vaticano II. La institución, durante el Concilio, del Consejo para llevar a la práctica la reforma litúrgica, la Asamblea del episcopado latino-americano en Medellín, etc., constituyen otros tantos hitos significativos de la recepción conciliar. De todos modos, el proceso de recepción está todavía en los primeros compases y además, si bien la recepción es un factor relevante para la interpretación del Concilio, su herencia no se agota en ningún momento ni en ninguna fase de la recepción como tal.

Tensiones y contradicciones
Como después de todos los concilios, la interpretación y la recepción han sido objeto de debates y también de incomprensiones. En los años transcurridos, se han detectado dificultades y se han originado polémicas, cuyos costos han sido demasiado altos y escasamente fecundos. Después de la comunión lograda durante la celebración del Concilio, se manifiestan síntomas preocupantes de un retorno al individualismo.
Por eso, el balance de estos últimos decenios llega a resultados poco reconfortantes. A pesar de las explícitas referencias al Concilio, lamentamos la falta de una lectura creativa y enriquecedora de la fidelidad. Tal vez sólo el impulso embrional de la teología de la liberación merece este crédito. ¿La responsabilidad de esta situación es debida a la esterilidad del Concilio mismo, o por el contrario, se debe atribuir a las lecturas fragmentarias que prefieren subrayar las contradicciones más que las líneas de fuerza del acontecimiento conciliar? ¿Ha prevalecido una hermenéutica «defensiva», hija de la secular era de las controversias y de la teología barroca? La polémica sobre el significado de la proposición del n.° 8 de la Constitución Lumen gentium, según la cual la única Iglesia de Cristo subsistit in Ecclesia catholica (permanece en la Iglesia católica) es emblemática del clima asfixiante apuntado.

III. Las urgencias del tiempo y las inercias -¿omisiones?- postconciliares La gran contribución de la teología (centro-europea) al Concilio Conviene recordar la contribución que los trabajos conciliares recibieron de la teología católica (y de los teólogos cristianos presentes como observadores). Efectivamente, el Vaticano II fue el tiempo de sazón en el que los gérmenes ocultos en el seno de la teología alcanzaron su plena madurez.
Una vez terminado, en 1918, el primer gran conflicto mundial y pasada ya la tormenta antimodernista, la teología centroeuropea inició un período de extraordinaria expansión. Los cambios sociales provocados por la crisis del 1929 (Chenu, Thils, Philips), la confrontación con el pensamiento protestante, la emigración rusa y los movimientos ecuménicos (Beauduin, Congar), los estímulos provenientes de algunas corrientes filosóficas (E. Schillebeeckx, K. Rahner): todo contribuyó a la renovación de la reflexión doctrinal. Lo mismo cabe decir de la renovación de la exégesis bíblica (Cerfaux) y de la recuperación de las fuentes cristianas (De Lubac).
Gracias a esto, aunque muy pocos previeron la proximidad del Concilio, cuando Juan XXIII lo anunció, se produjo, después de la sorpresa inicial, un amplio consenso de cooperación. De esta manera el Vaticano II logró reflotar las realizaciones de los decenios precedentes, aun aquéllas que habían sido marginadas por la cautela jerárquica o por la hegemonía monopolística de los teólogos romanos.
Cierto que el trauma universal provocado por el segundo gran conflicto del siglo, la incipiente revolución tecnológica y los chirridos del sistema de bloques ideológicos enfrentados preludiaban un nuevo y más complejo vuelco histórico. Pero fueron precisamente estos malos auspicios los que impulsaron a Juan XXIII a convocar el Concilio. Y gracias a este acontecimiento, y pese a sus lagunas, la teología pudo hacer que los preocupantes síntomas involutivos, puestos de manifiesto en los últimos años del Pontificado Pacelli, fuesen eliminados de raíz.
A la luz de todo esto, es como hay que justipreciar el alcance y los límites de las contribuciones conciliares. El Vaticano II es un punto de partida y, a la vez, un punto de llegada. La misma Asamblea conciliar propuso el modelo hermenéutico y dinámico que había de configurar sus propias decisiones. En este sentido, las adquisiciones de la eclesiología de «comunión», formuladas por la Constitución Sacrosanctum Concilium primero y la Lumen gentium después, han hecho posible los sucesivos desarrollos. Así, el Decreto Unitatis redintegratio, la declaración Dignitatis humanae, y también el Decreto Ad gentes, contienen propuestas que recogen la remodelación llevada a cabo por el Concilio.
Lo que ocurre es que no siempre se han seguido, de forma coherente y consecuente, las orientaciones conciliares. En efecto, los tres decenios transcurridos desde la clausura del Vaticano II dan la impresión de que existen inercias y hasta verdaderas omisiones.

Urgencias del espíritu contemporáneo
Después de 1965, la aceleración histórica no ha conocido tregua. La novedad y los problemas se han ido sobreponiendo. Se ha ido consolidando una sociedad -tal vez una cultura- postmoderna, en la que se generaliza la aspiración al consumismo, pero en la que se mantiene la radical diversidad cultural y se agravan las diferencias económicas.
En este contexto, el cristianismo se encuentra frente a un desafío agudo: reinculturarse o enquistarse en el pasado. La inculturación que llevaron a cabo las primeras generaciones cristianas dentro del mundo clásico presenta hoy muestras de decadencia. El dualismo carne-espíritu, alma-cuerpo que, pese a ser extraño al AT y al núcleo del NT es dominante en el cristianismo occidental, se ha convertido en una cárcel para la expresión de la fe cristiana. Se trata, en efecto, de una antropología de la separación, de la contraposición (hombre-mujer, blanco-negro, rico-pobre), incompatible con la conciencia de igualdad. ¿No es ésta la causa de la reducción moralística que se percibe aún en buena parte del magisterio reciente?

Urgencias de la fe
El Vaticano II ha dado grandes orientaciones, que requieren una percepción dinámica. ¿Cuáles son estas orientaciones? A mi modo de ver, se resumen en éstas: la palabra de Dios, el misterio trinitario y la función del Espíritu, la concepción de la Iglesia y una actitud más amistosa y participativa hacia la historia humana.

1. Centralidad de la palabra de Dios. El Concilio, confirmando una tímida tendencia anterior, recuperó la dimensión de misterio del mensaje cristiano. Digo «misterio» en su acepción bíblica, esto es, como complejidad globalmente meta-racional de la revelación. Esto comporta consecuencias de gran alcance, dado que de ello se deriva un drástico redimensionamiento del concepto de «verdad».
Sabemos que la concepción del cristianismo como «verdad», entendida como un conjunto orgánico de proposiciones dogmáticas más que como una adhesión personal a la persona de Cristo, se fue afirmando durante siglos bajo la influencia de la cultura helenística. La perspectiva bíblica, para la cual la «verdad» cristiana es el misterio trinitario revelado en la persona de Jesús de Nazaret, pasó a segundo plano, y la verdad dogmática y unívoca tendió a constituirse en criterio y medida de la «comunión». Siempre el error en la formulación de la doctrina coincide con la exclusión de la «comunión».
Desde muy antiguo, pues, el cristianismo -sobre todo en el occidente latino-germánicoha vivido y ha presentado el mensaje evangélico según un modelo conceptual privándolo de su fecunda raíz histórica. Esta trasposición del Cristo «camino, verdad y vida» a un esquema doctrinal e impersonal abrió el camino a la theologia como producto de escuela, separada de la vida de la Iglesia. De aquí procede la concepción de la Iglesia como institución doctrinal y disciplinar que se atribuye la custodia y la defensa de la «verdad».
Después de la ruptura de la «comunión» eclesial en el cristianismo occidental, cada una de las Iglesias ha marcado el territorio de su propia «verdad» teológica, desmarcándose del resto. Se llegó así a una visión anquilosada del cristianismo y de la misma Iglesia, que enfatiza los factores doctrinales y el orden jurídico-institucional, o que los considera, al menos implícitamente, como coextensivos a la fe y a la Iglesia, hasta el punto de hacer de las formulaciones doctrinales el ser mismo de la Iglesia.
El Vaticano II trató de superar esta acepción monolítica y monodimensional de la «verdad» cristiana, reconociendo que el criterio de autenticidad de la verdad es la persona misma de Jesucristo, en todo el espesor de su misterio. De ahí que en sus textos, la fe y la Iglesia ya no aparecen como coextensivas a la doctrina. Por ende, ésta deja de ser considerada la norma decisiva para discernir la pertenencia a la Unam sanctam.
En este contexto, los criterios dados por el Vaticano II sobre el ecumenismo intensifican aún más esta visión, inteligente y fiel, de la «verdad» cristiana. Lamentablemente, un observador externo podría pensar que la proposición inicial del n.° 11 «En ningún caso debe ser obstáculo para el diálogo con los hermanos el sistema de exposición de la fe católica», parece hoy, a treinta años de la aprobación del decreto, más refutada que observada. Lo mismo cabría decir de la exigencia formulada en el mismo párrafo: «La fe católica hay que exponerla al mismo tiempo con más profundidad y con más rectitud, para que tanto por la forma como por las palabras pueda ser cabalmente comprendida también por los hermanos separados».
La opción conciliar -basada en la centralidad y la soberanía de quien es la Palabra de Dios- está estrechamente unida con lo que hemos ido diciendo hasta ahora. Sin embargo, ha sido superficialmente entendida como una concesión irenista hecha a los hermanos de la Reforma y no ha recibido la atención y los desarrollos que merecía. Por lo demás, el ya habitual desconocimiento entre la exégesis y la teología aún no se ha superado, mientras que en el plano pastoral van aflorando recelos y distanciamientos que tratan de evitar el contacto directo de los fieles con la Biblia. La reapropiación vital de la Palabra de Dios por parte de la Iglesia y de la teología católica es todavía más afectiva que efectiva.

2. Alcance del misterio trinitario y de la función del Espíritu. En el momento mismo de la conclusión del Concilio, ya se hizo observar que la dimensión trinitaria y la pneumatológica, sobre todo, habían quedado marginadas. Era un reparo más que justificado, si nos referimos al corpus de las decisiones del Vaticano II, aunque es cierto que el Concilio mismo, en su anuncio y durante su desarrollo, estuvo siempre presidido por una constante referencia al Espíritu Santo.
Es significativo, en este sentido, que Juan XXIII subrayase «la necesidad de un nuevo Pentecostés, capaz de renovar la faz de la tierra». Así, en la alocución solemne del 8 de diciembre de 1962 y en la clausura del primer período, el Papa afirmó textualmente que «el Concilio será un verdadero Pentecostés, que hará florecer la riqueza interior de la Giuseppe Alberigo Iglesia (…). Será un nuevo salto hacia adelante del Reino de Cristo en el mundo». Roncalli era bien consciente del sentido histórico y teológico de Pentecostés y de la necesidad de que la Iglesia se abriese a una renovación profunda, para poder presentar al mundo contemporáneo el mensaje evangélico con la misma fuerza y la inmediatez que caracterizaron el Pentecostés originario.
La exigencia de una reposición de la pneumatología es inmanente a la concepción conciliar de la Iglesia. Una concepción que, si logra superar los límites cristomonísticos, típicos de la Mystici corporis, deberá basarse en el redescubrimiento de la función del Espíritu. ¿Es lícito considerar la falta de este desarrollo como causa de la debilidad que enerva la eclesiología postconciliar?

3. Concepción de la Iglesia. En los últimos años se ha intensificado el papel de la koinonía, sobre todo por iniciativa del movimiento ecuménico. En esta perspectiva, la «reforma de la Iglesia», entendida como remedio de una supuesta desviación (deformatio) respecto a un ideal orgánico de Iglesia, ha sido superada.
Una Iglesia, concebida como pueblo de Dios itinerante, guiado por el único Pastor y bajo la inspiración de un solo Espíritu, está siempre en situación de «aggiornamento» , según el criterio del servicio. Está claro que se han realizado algunos importantes «aggiornamenti » , pero existen aún muchos callejones sin salida.
Hay que superar el eclesiocentrismo. Esto implica no sólo el ocaso de la hegemonía de la eclesiología, sino sobre todo el redescubrimiento de las otras dimensiones de la vida cristiana y de la fe. Hay que cambiar el orden de prioridades, abandonando la referencia a las instituciones eclesiásticas, a su autoridad y a su eficiencia como centro y medida de la fe y de la Iglesia. La fe, la comunión y la disponibilidad para el servicio es lo que hace Iglesia. Sólo estos valores pueden configurar las estructuras e instituciones y adecuarlas al Evangelio de Jesús. Subvertir las prioridades supone, además, reconocer el valor del sensus fidelium (sentir de los fieles) y de los «signos de los tiempos», en lugar de la lógica interna de las instituciones, guiadas más por el poder que por la exousía (libertad de acción, capacidad de actuar).
Un relevante elemento de novedad, enunciado en la Constitución sobre la Liturgia y después repetido en otras decisiones conciliares, trata de la introducción de una perspectiva, que considera la Iglesia como una «comunión» de comunidades locales, más que como una grande organización unitaria, a escala mundial.
A su vez, la aplicación a la Iglesia de la realidad bíblica de «pueblo», y de un pueblo en marcha, pretende trascender la esclerotización en la concepción de la Iglesia. Al lado de los factores estáticos se han de valorar los dinámicos, como, por Ej., el sacerdocio común de los fieles, como premisa para salir de la plurisecular separación entre clérigos y laicos para superar la visión «esencialista» de la Iglesia (Lumen gentium).
Sin embargo, con ocasión de la puesta al día del nuevo Código de derecho canónico, se ha comprobado hasta qué punto la reflexión eclesiológica sigue frenando el postconcilio. El Código ignora, en efecto, el sensus fidelium y, loque es peor, la infallibilitas in credendo. A su vez, las tentativas de rebajar la importancia de las Conferencias episcopales y la tenaz negativa a reconocer en el Sínodo de los obispos un poder deliberante son los casos más clamorosos de la inercia que aflige la reflexión postconciliar dentro de la Iglesia.
Es también interesante hacer notar que en los últimos decenios las medidas adoptadas para la reforma de la Curia romana, todas de alcance marginal, están aún muy lejos de un aggiornamento efectivo, de acuerdo con las nuevas condiciones de la fe y de la comunión eclesial. El test, tal vez más claro, de la dificultad que el impulso del Vaticano II encuentra para ser asimilado lo constituye la elección de los obispos. Es innegable que el servicio episcopal es una característica central y decisiva de la tradición del catolicismo latino.
Resulta, por tanto, desconcertante constatar que los criterios y los procedimientos seguidos en la elección de los obispos siguen resistiéndose a la dinámica del aggiornamento. En los decenios posteriores a la conclusión del Concilio, salvo alguna esporádica excepción, se ha continuado la práctica preconciliar que excluye a las Iglesias locales de la consulta previa. Por el contrario, en los años noventa, continúan vigentes los criterios de selección que privilegian a los eclesiásticos «impermeables» a la renovación conciliar.
Aún más desconcertante es la ausencia de una reflexión seria sobre el papel y la posición de la mujer en la Iglesia. ¿No podrían conectarse sus reivindicaciones con el desarrollo universal del sacerdocio de los fieles? En este mismo sentido ¿no sería un gran «signo del tiempo», ya apuntado en la Pacem in terris, ofrecerles un espacio, mayor y más significativo que el que deriva del incremento de la clericalización del cristianismo?
Vistas así las cosas, es fácil darse cuenta de que la recepción del Vaticano II -y acaso también su comprensión- está todavía en una fase embrionaria e incierta. La soberanía de la palabra de Dios, la centralidad de la liturgia y de la eucaristía, la voluntad comprometida de comunión desde el nivel de base de la comunidad parroquial, pasando por el de la comunidad diocesana, hasta las distintas confesiones cristianas sólo aparecen como centro de la vida cristiana de modo intermitente e inadecuado.

4. Amistad y colaboración con la historia humana. Antes de la Gaudium et spes, ya el anuncio del Concilio, y su celebración después, había suscitado inmensas expectativas, más allá de los confines católicos, debido a la nueva actitud de simpatía que la Iglesia mostraba hacia los «alejados» y los no creyentes. El papa Roncalli, en efecto, muy pronto se había distanciado de la hostilidad entre fe e historia moderna, tal como queda fijada en la proposición LXXX del Syllabus. Su discurso de apertura del Concilio estaba totalmente transido de esta simpatía hacia la condición humana. El fue también quien archivó el espinoso problema sobre el modo de ejercer la autoridad doctrinal. Según él, «ahora la Esposa de Cristo prefiere hacer uso de la medicina de la misericordia más que de la severidad».
Hay que insistir, no obstante, en que las sugerencias que ofrece la Gaudium et spes y más aún la Declaración conciliar sobre la Libertad religiosa no han encontrado todavía el relanzamiento que merecían en la vida eclesial, ni tampoco en la reflexión teológica. El tema de los «signos de los tiempos» y el de la «libertad de conciencia» están esperando los desarrollos doctrinales e institucionales que llevan en su seno.

«Pastoralidad» y «aggiornamento» se conjugan para superar el papel hegemónico de la «teología», entendida como dimensión doctrinal de la fe, es decir como su conceptualización abstracta o su «formulación juridicista», formas ambas que paralizan el dinamismo de la experiencia cristiana. Los desarrollos posibles de este cambio pastoral y puesta al día son, a priori, inmensos y fecundos, si bien hoy todavía necesitan de mayores y más rigurosas profundizaciones. Hay que superar las articulaciones sectoriales (dogma, moral, disciplina, etc.). Hay que superar la reducción del mensaje evangélico al Código moral, que es la consecuencia más llamativa y alarmante de aquella desarticulada articulación. No hay que ceder a la tentación de «integrismo». Pero sí reconquistar la «inconsútil» unidad y complejidad del anuncio evangélico.
Si aceptamos la herencia del Vaticano II en estos términos, no podremos dejar de adherirnos a la propuesta, hecha repetidamente por el Papa Juan Pablo II, de una metánoia (cambio de mentalidad) de la Iglesia católica. Autocrítica y conversión son las etapas imprescindibles para que esta metánoia sea eficaz. La Iglesia, en conjunto, y los teólogos, en particular, en comunión con la Iglesia, tienen motivos urgentes para hacer autocrítica, si quieren salir del marasmo de inercia y de omisión que pesan como losas sobre la herencia del Vaticano II.

Tradujo y condensó: JOSEP CASA

 

http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol35/139/139_alberigo.pdf

 

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