G. Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, también El amigo y de La Iglesia y el Reino; A.H edit

¿Qué tienen en común el sacrificio ceremonial, la confesión católica, el teléfono móvil y un ejercicio de maniobras militares? Son dispositivos, categoría que abarca todo aquello que tiene «la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes». Agamben recorre un abanico de lecturas cuyo lugar central ocupa Michel Foucault (y las lecciones de su maestro Jean Hyppolite sobre Hegel) y al que no es ajena la patrística cristiana, sobre todo el concepto de oikonomía, que está en la base de la Trinidad. Se trata de precisar una acepción del «dispositivo» que dé sentido al lugar determinante que Agamben le otorga en el momento presente, en que nos enfrentamos «al cuerpo social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la humanidad». Porque aquí Agamben se muestra a la vez rigurosamente filosófico y abiertamente político: nos hemos dejado mansamente capturar, escindir, determinar por dispositivos como el teléfono móvil, que no sólo restringen nuestra intimidad sino que la vigilan y la determinan.

La inédita suma de concisión, fluidez, legibilidad y agudeza que Agamben desarrolla en estos breves ensayos alcanza otra cumbre con «El amigo», un recorrido por el lugar central que la amistad ocupa en la historia de la filosofía. El punto de partida es un enigmático pasaje de la Ética a Nicómaco de Aristóteles que Jacques Derrida eligiera como leitmotiv para su libro sobre la amistad. Agamben vuelve al texto de Aristóteles para determinar, mediante un examen minucioso, el rango ontológico de la amistad, vinculado a la división interna del sujeto allí donde parece tener «una relación más íntima consigo mismo». Finalmente, «La Iglesia y el Reino» es una indagación sobre la convivencia o el choque de dos series temporales, la eterna de la Iglesia y la terrena del Reino, que se cruzan y se historizan en la idea de un tiempo mesiánico.

Giorgio Agamben es una figura única en el pensamiento actual, formado en el último gran capítulo de la tradición filosófica germánica –heredero de las dos figuras centrales y opuestas, Heidegger y Benjamin– y profundo conocedor, a la vez, de la tradición medieval latina y cristiana. Breves y nítidos, estos ensayos están pensados para un lector interesado en reflexionar sobre nuestro mundo actual sin renunciar a los instrumentos que la filosofía nos ofrece, aunque sometiéndolos a la vez a examen. Un ejercicio de lucidez imprescindible, tan penetrante como ajeno a toda espuma verbal.

Agamben, Giorgio

Agamben, Giorgio

Giorgio Agamben (Roma, 1942) fue alumno de Martin Heidegger entre 1966 y 1968. Profesor de filosofía en la Universidad de Verona y de iconografía en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, así como editor de la versión italiana de las obras de Walter Benjamin, es autor de títulos ya clásicos del pensamiento contemporáneo como Idea de la prosa, la serie Homo Sacer (que incluye los volúmenes Estado de excepción Lo que queda de Auschwitz) y Lo abierto. En Anagrama ha publicado ProfanacionesLa potencia del pensamientoSignatura rerumDesnudez ¿Qué es un dispositivo?

OTRAS OBRAS DE GIORGIO AGAMBEN

QUÉ ES UN DISPOSITIVO (GIORGIO AGAMBEN)
¿Qué es un dispositivo?
Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo por el que tengo la
mayor estima, la terminología es el momento poético del pensamiento. Pero esto no significa que los filósofos
necesariamente deban definir siempre sus términos técnicos. Platón nunca definió el más importante de sus
términos: idea. Otros, en cambio, como Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geometrico sus términos
técnicos. Y no sólo los sustantivos, sino cualquier parte del discurso, para un filósofo, puede adquirir dignidad
terminológica. Se ha señalado que, en Kant, el adverbio gleichwohl es usado como un terminus technicus. Así,
en Heidegger, el guión en expresiones como in-der-Welt-sein tiene un evidente carácter terminológico. Y en el
último escrito de Gilles Deleuze, La inmanencia: una vida…, tanto los dos puntos como los puntos suspensivos
son términos técnicos, esenciales para la comprensión del texto.
La hipótesis que quiero proponerles es que la palabra «dispositivo», que da el título a mi conferencia, es un
término técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo usa a menudo, sobre todo a partir
de la mitad de los años setenta, cuando empieza a ocuparse de lo que llamó la «gubernamentalidad» o el
«gobierno» de los hombres. Aunque, propiamente, nunca dé una definición, se acerca a algo así como una
definición en una entrevista de 1977 (Dits et ecrits, 3, 299):
«Lo que trato de indicar con este nombre es, en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que
incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas
administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y
también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece
entre estos elementos.»
«…por dispositivo, entiendo una especie -digamos- de formación que tuvo por función mayor responder a una
emergencia en un determinado momento. El dispositivo tiene pues una función estratégica dominante…. El
dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder»
«Lo que llamo dispositivo es mucho un caso mucho más general que la episteme. O, más bien, la episteme es
un dispositivo especialmente discursivo, a diferencia del dispositivo que es discursivo y no discursivo».
Resumamos brevemente los tres puntos:
1) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, lo lingüístico y lo no-lingüístico, al
mismo título: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El
dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos.
2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de
poder.
3) Es algo general, un reseau, una «red», porque incluye en sí la episteme, que es, para Foucault, aquello que
en determinada sociedad permite distinguir lo que es aceptado como un enunciado científico de lo que no es
científico.
Quisiera tratar de trazar, ahora, una genealogía sumaria de este término, primero dentro de la obra de
Foucault y luego en un contexto histórico más amplio.
A finales de los años sesenta, más o menos en el momento en que escribe La arqueología del saber, y para
definir el objeto de sus investigaciones, Foucault no usa el término dispositivo sino aquel, etimológicamente
parecido, «positivité», positividad. De nuevo sin definirlo.
Muchas veces me pregunté dónde hubiese encontrado Foucault este término, hasta el momento en que, no
hace muchos meses, releí el ensayo de Jean Hyppolite, Introduction à la philosophie de Hegel. Ustedes
probablemente conocen la estrecha relación que unía a Foucault con Hyppolite, a quien a veces define como
«mi maestro» (Hyppolite fue efectivamente su profesor, primero, durante el Khâgne en el bachillerato Henri IV y,
luego, en la École normal.
El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite se titula: “Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin”.
Aquí, concentra su análisis en dos obras hegelianas del llamado período de Berna y Francfort, 1795-96: la
primera es El espíritu del cristianismo y su destino y, la segunda – de donde proviene el términos que nos
interesa –, La positividad de la religión cristiana (Die Positivität der chrisliche Religion). Según Hyppolite,
«destino» y «positividad» son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En particular, el término
«positividad» tiene en Hegel su lugar propio en la oposición entre «religión natural» y «religión positiva». Mientras
la religión natural concierne a la relación inmediata y general de la razón humana con lo divino, la religión
positiva o histórica comprende el conjunto de las creencias, de las reglas y de los rituales que en cierta
sociedad y en determinado momento histórico les son impuestos a los individuos desde el exterior. «Una
religión positiva», escribe Hegel en un paso que Hyppolite cita, «implica sentimientos, que son impresos en las
almas mediante coerción, y comportamientos, que son el resultado de una relación de mando y obediencia y
que son cumplidos sin un interés directo» (J.H., Introd. Seuil, Paris 1983, p.43).
Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica
entre libertad y coerción, y entre razón e historia.
En un pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad de Foucault y que contiene algo más que un
presagio de la noción de dispositivo, Hyppolite escribe: “Se ve aquí el nudo problemático implícito en el
concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel para unir dialécticamente – una dialéctica que
todavía no ha tomado conciencia de sí misma – la razón pura (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad,
es decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo
para la libertad humana, y como tal es condenada. Investigar los elementos positivos de una religión y, ya se
podría añadir, de un estado social significa descubrir lo que en ellos es impuesto a los hombres mediante
coerción, lo que opaca la pureza de la razón. Pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del
pensamiento hegeliano acaba prevaleciendo, la positividad tiene que ser conciliada con la razón, que pierde
entonces su carácter abstracto y se adecua a la riqueza concreta de la vida. Se comprende, entonces, cómo el
concepto de positividad está en el centro de las perspectivas hegelianas» (46).
Si «positividad» es el nombre que, según Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga
de reglas, rituales e instituciones impuestas a los individuos por un poder externo, pero que es, por así decir,
interiorizado en los sistemas de creencias y sentimientos; entonces, tomando en préstamo este término, que
se convertirá más tarde en «dispositivo», Foucault toma partido respecto de un problema decisivo y que es
también su problema más propio: la relación entre los individuos como seres vivientes y el elemento histórico.
Entendiendo con este término el conjunto de las instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas
en que se concretan las relaciones de poder. El objetivo último de Foucault, sin embargo, no es, como en
Hegel, el de reconciliar los dos elementos. Y tampoco el de enfatizar el conflicto entre ellos. Se trata, para él,
más bien, de investigar los modos concretos en que las positividades o los dispositivos actúan en las
relaciones, en los mecanismos y en los «juegos» del poder.
Debería quedar claro, entonces, en qué sentido al inicio de esta conferencia propuse como hipótesis que el
término «dispositivo» es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un término
particular, que se refiera solamente a tal o a cual tecnología de poder. Es un término general, que tiene la
misma amplitud que, según Hyppolite, el término «positividad» tiene para el joven Hegel y, en la estrategia de
Foucault, viene a ocupar el lugar de aquellos que define, críticamente, como «los universales», les universaux.
Foucault, como saben, siempre rechazó ocuparse de esas categorías generales o entes de razón que llama
«los universales», como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no hay, en su
pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los dispositivos son, precisamente, lo que en la
estrategia foucaultiana ocupa el lugar de los Universales: no simplemente tal o cual medida de policía, tal o
cual tecnología de poder y tampoco una mayoría conseguida por abstracción; sino, más bien, como dijo en la
entrevista del 1977, «la red, el reseau, que se establece entre estos elementos.»
Tratemos de examinar, ahora, la definición del término «dispositivo» que se encuentra en los diccionarios
franceses de empleo común. Éstos distinguen tres sentidos del término:
1) un sentido jurídico en sentido estricto: “el dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión por
oposición a los motivos”. Es decir: la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.
2) un sentido tecnológico: “la manera en que se disponen las piezas de una máquina o de un mecanismo y, por
extensión, el mecanismo mismo”.
3) un sentido militar: “el conjunto de los medios dispuestos conformemente a un plan”
Todos estos sentidos, los tres, están presentes de algún modo en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en
particular los que no tienen un carácter histórico-etimológico, funcionan dividiendo y separando los varios
sentidos de un término. Esta fragmentación, sin embargo, generalmente corresponde al desarrollo y a la
articulación histórica de un único sentido original, que es importante no perder de vista. En el caso del término
“dispositivo”, ¿cuál es este sentido? Ciertamente, el término, tanto en el empleo común como en el
foucaultiano, parece referir a la disposición de una serie de prácticas y de mecanismos (conjuntamente
lingüísticos y no lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) con el objetivo de hacer frente a una urgencia y de
conseguir un efecto. Pero, ¿en cuál estrategia de praxis o pensamiento, en qué contexto histórico se originó el
término moderno

disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también
la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los
celulares y – por qué no – el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que
millares y millares de años un primate – probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se
seguirían – tuvo la inconciencia de dejarse capturar.
Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre
los dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a
cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja
metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo,
una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el
navegador en Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa
proliferación de dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa
proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en
nuestro tiempo, vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una
superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda
identidad personal.
No sería probablemente errado definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como
una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens
hubo dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo instante en la vida de los individuos que no esté
modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué manera podemos enfrentar, entonces,
esta situación? ¿Qué estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano con los dispositivos? No
se trata sencillamente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de usarlos en el modo justo.
Por ejemplo, viviendo en Italia, es decir en un país en el que los gestos y los comportamientos de los
individuos han sido remodelados de cabo a rabo por los teléfonos celulares (llamados familiarmente
«telefonino”, telefonito), yo he desarrollado un odio implacable por este aparato que ha hecho aún más
abstractas las relaciones entre las personas. No obstante me haya sorprendido a mí mismo, muchas veces,
pensando cómo destruir o desactivar los “telefonitos” y cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a los
que hacen uso de ellos; no creo que ésta sea la solución apropiada para el problema.
El hecho es que, con toda evidencia, los dispositivos no son un accidente en el que los hombres hayan caído
por casualidad, sino que tienen su raíz en el mismo proceso de «hominización» que ha hecho «humanos» a los
animales que clasificamos con la etiqueta de homo sapiens. El acontecimiento que produjo lo humano
constituye, en efecto, para el viviente, algo así como una escisión que lo separa de él mismo y de la relación
inmediata con su entorno, es decir, con lo que Uexkühl y, después de de él, Heidegger llaman el círculo
receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo esta relación, se ocasionan para el viviente el tedio – es
decir, la capacidad de suspender la relación inmediata con los desinhibidores – y lo Abierto, esto es, la
posibilidad de conocer el ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero, con estas posibilidades, también
es dada la posibilidad de los dispositivos que pueblan lo Abierto con instrumentos, objetos, gadgets, baratijas y
tecnologías de todo tipo. Mediante los dispositivos, el hombre trata de hacer girar en el vacío los
comportamientos animales que se han separado de él y de gozar así de lo Abierto como tal, del ente en cuanto
ente. A la raíz de cada dispositivo está, entonces, un deseo de felicidad. Y la captura y la subjetivación de este
deseo en una esfera separada constituye la potencia específica del dispositivo.
Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no
puede ser simple. Ya que se trata de nada menos que de liberar lo que ha sido capturado y separado por los
dispositivos para devolverlo a un posible uso común. En esta perspectiva, quisiera hablarles ahora de un
concepto sobre el que me tocó trabajar recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del
derecho y la religión romana (derecho y religión están estrechamente conectados, no sólo en Roma):
profanación.
Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”.
Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran
sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en
usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial
indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas
propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar
(sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar
significaba por el contrario restituir al libre uso de los hombres. “Profano –escribe el gran jurista Trebacio– se
dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad
de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su destinación a los dioses de los muertos,
y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, y quedaba así liberado de todos los nombres de
este género” (D. 11, 7, 2).
Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso
no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y
“profanar” parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y
los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene
o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la separación es el
sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss
han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que pertenece al ámbito de lo profano
al ámbito de lo sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la cesura que divide las
dos esferas, el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro. Lo que ha
sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples
de profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la
víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras, exta: el hígado, el
corazón, la vesícula biliar, los pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser
consumido por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas
se conviertan en profanas y puedan ser simplemente comidas. Hay un contagio profano, un tocar que
desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un
reuso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y
la esfera del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que conocemos deriva de
antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera
estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de
los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de
ajedrez eran instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Emile Benveniste ha
mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su
inversión. La potencia del acto sagrado –escribe Benveniste– reside en la conjunción del mito que cuenta la
historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de
acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el
mito. “Si lo sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el rito, podremos decir que
se tiene juego cuando solamente una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo solamente el
mito en palabras y el rito en acciones”.
Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin simplemente
abolirla. El uso al cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La
“profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan con cualquier
trasto viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de
la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a considerar como serias. Un
automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en
común estos casos con los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida ya
como falsa y opresiva, a la negligencia como verdadera religio. Y esto no significa descuido (no hay atención
que se compare con la del niño mientras juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos
entregan a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter Benjamin,
cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado sino solamente estudiado, es la puerta
de la justicia. Así como la religio, no ya observada, sino jugada, abre la puerta del uso, las potencias de la
economía, del derecho y de la política, desactivadas en el juego, se convierten en la puerta de una nueva
felicidad.
El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin.
Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante,
sino que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del
Cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres características: 1) Es una
religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en
referencia al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea. 2) Este culto es permanente,
es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”. Los días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el
culto, sino que lo integran. 3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa,
sino a la culpa misma. “El capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante…
Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su
culpa, sino para volverla universal… y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa… Dios no ha muerto,
sino que ha sido incorporado en el destino del hombre”.
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no mira a la transformación del mundo, sino a su destrucción. Y
su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun los tres grandes profetas de la modernidad
(Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera, con la religión
de la desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta
soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, esto es, el primer
hombre que comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero también la teoría freudiana
pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación pecaminosa… es el capital, sobre
el cual el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el capitalismo “con los intereses simples y
compuestos, que son función de la culpa… se transforma inmediatamente en socialismo”.
Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir,
entonces, que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo, generaliza y
absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba
el paso de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme, incesante
proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y
que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión
capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una profanación absoluta y
sin residuos coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la
separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se
transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido –incluso el cuerpo
humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje– son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera
separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente
imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como ha sido sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del
capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces
espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es,
como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto
imposible (o, al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que
fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fas

 

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