Este volumen recoge los escritos que dieron su primera forma orgánica expresa a lo que se vivía en los comienzos del movimiento de Comunión y Liberación (que entonces se llamaba «Gioventù Studentesca», Juventud Estudiantil).
Volver a proponerlos hoy significa descubrir el nacimiento de una experiencia. Nacidos a menudo como apuntes de las charlas que teníamos los domingos por la mañana en via Sant’Antonio, 5 -sede de la Acción Católica de Milán-, estos escritos son, en efecto, «reflexiones sobre una experiencia». No es casual que éste sea el título del primer y fundamental librito que vuelvo a proponer aquí. Además, uno de los primeros textos que circuló entre nosotros fue El arte nuevo de pensar, de Jean Guitton, donde se afirma con agudeza que «razonable es aquél que somete la razón a la experiencia». Tanto entonces como ahora, resulta evidente que la reflexión -incluida la reflexión metodológica- nace dentro de la experiencia en que estamos envueltos, una experiencia de pertenencia inteligente al acontecimiento cristiano hasta el compromiso afectivo. Sentíamos entonces, exactamente como ahora, que se nos había dado un modo de vivir esa experiencia existencialmente nuevo. Nuevo, en efecto, se presentaba el modo de proseguir lo que habíamos aprendido en las Escrituras, en la enseñanza y en el testimonio de algunos maestros. No se trataba de inventar, sino de descubrir cómo podía revivir la tradición en una experiencia actual y adecuada para los jóvenes, desde el primer grupúsculo hasta los muchos, no sólo jóvenes ya, que hoy, presentes en cincuenta y nueve países, viven lo que se afirmó entonces como un método (es decir, como camino) para conocer y amar a Jesús.
Los descubrimientos y las preocupaciones educativas de estos primeros escritos de hace cuarenta años han tenido un desarrollo coherente en todas nuestras expresiones posteriores y, de modo particular, en las más recientes.
A mediados de los años cincuenta, como ya he tenido oportunidad de recordar, era opinión común que la Iglesia constituía aún una presencia sólida y enraizada en la sociedad italiana. Pero esta idea se fundaba más bien en la fuerza del pasado, lo que se expresaba, por un lado, en la participación masiva en el culto católico y, por otro -paradójicamente-, en un poder estrictamente politico, además bastante mal utilizado desde el punto de vista eclesial. Gran parte de los organismos eclesiales, así como los organismos políticos que a menudo eran un disfraz de aquéllos, parecían no darse cuenta en absoluto de la importancia que tiene el problema educativo y, consecuentemente, la creatividad cultural.
En aquellos años yo era profesor del Seminario de Lombardía en Venegono: enseñaba teología dogmatica en los cursos del seminario y teología oriental en la Facultad. No esperaba cambios, pero un pequeño episodio iba a cambiar mi vida y mi obra. Durante un viaje en tren a la costa adriática, entablé por casualidad un diálogo con una pandilla de estudiantes. Los encontré terriblemente ignorantes de la naturaleza y el fin de la vida cristiana y de la Iglesia. Pensé entonces en dedicarme a constituir un testimonio cristiano en el ámbito escolar, en el que, de hecho, no había presencia cristiana y donde, en cambio, se estaba acelerando la batalla anticatólica de los profesores y los grupos que eran portavoces de las ideas y valores laicistas. Dejo para otro momento la tarea de reconstruir históricamente qué sucedió inmediatamente después y lo que supuso el comienzo de nuestra experiencia en el plano de las relaciones en el seno de la comunidad eclesial y en el ámbito civil. Mientras subía por primera vez los tres escalones de entrada del Liceo Berchet, al que se me envió a dar clase de religión, tenía claro, consciente de mis propios límites, que se trataba de volver a anunciar el cristianismo como un acontecimiento presente, humanamente interesante y conveniente para el hombre que no quiera renunciar al cumplimiento de sus esperanzas y al uso sin reducciones del don de la razón. Todo lo que vendría después, con el alcance y la imperfección propia de cualquier intento humano, dependió -y depende- únicamente de aquella intuición inicial. Estos textos documentan las razones y las consiguientes indicaciones de método que acompañaron la formación de las primeras comunidades de ambiente. El «radio», una reunión semanal a la que la comunidad del Liceo invitaba a todos sus compañeros, fue la primera célula del organismo que se desarrollaría después. El padre Cocagnac, entonces director de la autorizada revista «Vie spirituelle», llegó a decir, a su paso por Milán, que no había visto nada igual en toda Europa, por la novedad de su planteamiento y eficacia educativa. La característica fundamental del «radio» consistía en la confrontación que se invitaba a hacer a los chicos entre el tema propuesto en el orden del día, que podía haberse extraído de sucesos acaecidos en la escuela, o de los periódicos, o referirse a pasos existenciales fundamentales para su edad, con la experiencia que estaban viviendo. Así, los problemas se afrontaban no sobre la base de una dialéctica teórica y abstracta, sino haciendo emerger los criterios e ideales comprobados previamente en su experiencia. Se corregía así cualquier huida sentimental o identificación de la religiosidad de la vida con un discurso. Todo esto sucedía mientras la mayor parte de los planteamientos que se hacían sobre la fe, igual que ocurre ahora, parecían ocuparse solamente de asuntos «de las nubes para arriba», por utilizar la expresión con la que un profesor marxista liquidó la intervención de uno de los mayores intelectuales católicos de la época que habíamos invitado a uno de nuestros primeros congresos.
Naturalmente no faltaron las dificultades e incomprensiones, cuando no una abierta hostilidad, en especial por parte de quienes (en aquellos años casi toda la intelligentsia católica), al sostener encarnizadamente el principio de la sustancial separación entre lo religioso y lo temporal, procedían de hecho a relegar la fe a un ámbito abstracto y, al reducirla a un asunto concerniente a las realidades sobrenaturales, le restaban toda influencia en el plano del juicio cultural y casi todo interés en el plano existencial. Así, los jóvenes, que aún participaban en gran número en los actos oficiales de las asociaciones católicas, no encontraban en los ambientes donde pasaban más horas de su jornada (escuelas, fábricas, oficinas) una propuesta que mostrase cómo la fe y la vida cristiana eran capaces de responder a las problemáticas teóricas y existenciales que tienen precisamente en la edad juvenil su fase explosiva. La misma participación en las asociaciones y parroquias tendía, por tanto, a hacerse puramente formaI y a desaparecer en poco tiempo, con una velocidad que sorprendía sólo a quien no quería ver lo evidente. Durante aquellos años iniciales y difíciles la paternidad de la Iglesia se manifestó en la magnanimidad del cardenal Juan Bautista Montini quien, aun reconociendo que no lograba comprender nuestra intención, al ver los primeros frutos, nos invitó a seguir adelante.
En este contexto, el encuentro con el compañero de colegio que ofrecía el folleto con el orden del día del «radio», la invitación al rezo de las «horas» o a unas vacaciones en la montaña, o la batalla cultural y civil por la libertad de educación, sirvió para que muchos redescubrieran el valor humano de la fe y el gusto por verificar una postura cristiana frente a la totalidad de lo real que no se concebía como oposición al uso de la razón, sino que lo exaltaba, pues aclaraba la verdadera estructura y la dinámica de apertura a la realidad que es la naturaleza última de la razón misma. ¿Qué tiene que ver todo (desde las vacaciones a las matemáticas, desde el enamoramiento al compromiso civil) con Cristo? Ésta era la cuestión que nos movía. Es decir, el redescubrimiento, en términos de experiencia, del significado que tiene el término «católico».
Como ya he dicho, el desarrollo metodológico posterior, que tiene en estos escritos sus primeros y decisivos documentos, procede de la decisión inicial. No es casual que el primer capítulo del primer texto esté dedicado a la «decisión en el gesto»; la decisión que me empujó a subir aquellos escalones fue comprometerme a anunciar auténticamente el hecho cristiano, podando todo lo que parecía secundario para hacer que emergiera lo esencial. Miremos ante todo -les decía a los primeros jóvenes- al anuncio de Cristo, acontecimiento totalizador para la vida del hombre y centro de la historia, como después afirmaría con claridad la primera encíclica de Juan Pablo II, Redemptor hominis. La esencia del hecho cristiano como propuesta de vida. En efecto, comenzamos así: hablando de Cristo.
Todo esto sucedía, además, en un momento en que los lugares tradicionales para reunir a los jóvenes católicos (parroquias, centros parroquiales) recurrían con gastos abundantes a crear instalaciones de entretenimiento para invitar a los chicos y chicas a permanecer en su órbita.
Nuestra decisión por lo esencial produjo, sin programas, como una inmediata consecuencia de cultura y energía afectiva, pequeñas y grandes batallas culturales en las que los jovenes de GS se involucraron con generosidad y coraje: primera entre todas ellas, la ya citada por la libertad de educación, en un contexto ideológico y eclesiástico insensible, cuando no hostil, a toda contestación a ese tipo de enrevesada libertad de conciencia y, por tanto, de educación y expresividad cultural, cuyas graves consecuencias y engañosas aplicaciones vemos hoy. Junto a estas iniciativas surgieron los gestos llamados de «caritativa», en los que se aprendía el sentido de la gratuidad como ley de la existencia y la tensión misionera como sobreabundancia de pasión por el encuentro tenido. Al mismo tiempo, surgió en algunos el deseo de vivir en el mundo una forma de dedicación total a Cristo, brotando las primeras semillas de lo que es hoy la asociación Memores Domini. En suma, surgió un movimiento.
Ya desde entonces teníamos muy claro, aunque fuera de modo implícito, que la única y verdadera aportación de los cristianos al esfuerzo humano por mejorar la condición de la sociedad era testimoniar que la postura religiosa es la más completa desde el punto de vista humano para afrontar los problernas de orden moral, social y político que se encuentran en la convivencia. Es una contribución que se produce ante todo mediante la reconstitución de una realidad cristiana vivida. En ella la unidad de la comunidad es el primer milagro que muestra cómo el hecho de Cristo es catalizador de los valores humanos y comienzo seguro de un camino moral, con una pureza y una continua posibilidad de recuperación impensables fuera de él. La inteligencia conmovida que lleva a repetir en la historia el «sì» de Pedro a la pregunta de Cristo: «Tu, ¿me amas?», es de donde nace la energía del testimonio y una moralidad nueva a la que, sea cual sea la condición en la que nos encontremos, es posible asomarse como a una nueva mañana. Un «sì» que nace de la convivencia con la presencia de Cristo, que se mira y a la que se imita cada vez más pues es lo único que corresponde a las exigencias fundamentales de la naturaleza humana, del corazón, que es el término utilizado en la Biblia para indicar la totalidad de lo humano, inteligencia y afecto. Con el tiempo, en efecto, la presencia de Cristo se revela en su ultima y fundamental dimension: manifestacion del misterio misericordioso del Padre, a través de la obediencia, que es la virtud suprema en la que san Pablo sintetiza todos los aspectos de la experiencia humana de Cristo.
Entonces, coma hoy, uno de los aspectos que impresionaba en mayor medida a los jóvenes que entraban en contacto con nuestra experiencia era el fenómeno de su unidad. Utilizábamos a menudo el término «comunidad» para indicar el fenómeno a través del cual Cristo continúa presente en la historia. Cada comunidad es coma el gesto con el que la gran comunidad de la Iglesia alcanza los ámbitos particulares en los que vive la persona. Los términos de «comunidad», de «comunión», entendida coma principio animador, y de «pueblo» como desarrollo orgánico de la comunidad, con toda la amplitud de la contribución original que el pueblo cristiano da a la vida del mundo (esa «entidad étnica sui generis», coma la llamó Pablo VI), no estaban todavía definidos conceptualmente, pero su valor ya estaba presente en la formación de los primeros grupos en Milán, y poco después en toda Italia y fuera de ella.
La viva y rica historia de cuarenta años de movimiento no ha alterado el valor metodológico de estos breves escritos. Su forma sintética deriva de la necesidad que tiene cualquier experiencia de fijar los juicios y las intuiciones que nacen de ella. Su carácter original se reconoce en el hecho mismo de que no derivan de un análisis del momento social o eclesial, sino que su formulación procede desde dentro del desarrollo de la experiencia.
Al releer hoy estas páginas, lo que añade un sentimiento de gratitud conmovida por esta obra que se prosigue incluso a través de nuestros límites y nuestras debilidades, es la larga lista de ejemplos de generosidad, de sacrificio y de pureza con los que tantos de nuestros compañeros de camino han contribuido y contribuyen a la gloria de Cristo en este mundo. Y gratitud a la Iglesia, que ha querido acoger y confirmar con autoridad esta experiencia en su caminar por la historia.
19 de octubre de 1995