El título que me ha sido confiado para describir mi tema es complejo. Consta de dos partes (papel de la Palabra en la Iglesia y animación bíblica de la pastoral). Parece que la relación entre ambas partes sea evidente, pero en realidad no es tan fácil explicarla con rigor científico.
Se podría poner en evidencia este hecho explicitando el texto con algunas preguntas, como por ejemplo: ¿Cuál es el papel de la Palabra de Dios en la Iglesia? ¿Por qué este lugar es central (y no dificulta otras centralidades, en particular la de Cristo? ¿Qué relación hay entre esta centralidad de la Palabra y el lugar de la Sagrada Escritura en la Iglesia? ¿Cómo animar con la Escritura la vida cotidiana de los fieles en su dedicación al Reino de Dios? Y todavía: ¿Qué relación tiene todo esto con la Revelación que da título al documento del que celebramos su 50 aniversario?
Como es obvio, no puedo profundizar en cada una de estas preguntas que ciertamente ya han sido planteadas los ponentes que me han precedido. Sin embargo, yo las he planteado aquí al principio para que la complejidad y la amplitud del tema se hagan manifiestas. Me limitaré a subrayar algunos aspectos prácticos relativos sobre todo a la animación bíblica de la pastoral. Evidentemente, el texto fundamental de referencia para este tema es la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II. Esta Constitución ya ha sido presentada en sus aspectos teológicos por el Cardenal Kasper y su recepción en estos 40 años por Mons. Onayekan. Me limitaré, pues, a los puntos siguientes:
- Quisiera empezar con un recuerdo personal y con un testimonio del queridísimo Papa difunto Juan Pablo II.
- ¿Cuáles eran los problemas abiertos en el tiempo de la Dei Verbum?
- ¿Cómo los afrontó el Concilio?
- ¿Cuál era la presencia de la Escritura en la vida de la Iglesia en el tiempo del Vaticano II?
- ¿Qué aportó la Dei Verbum en cuanto a la presencia de la Escritura en la Iglesia?
- ¿Cuáles han sido las consecuencias para la animación bíblica del ejercicio pastoral, sobre todo en lo que concierne la lectio divina de los fieles?
- Recuerdo personal y testimonio del Papa Juan Pablo II
Quiero empezar mi conversación con un recuerdo del queridísimo Papa difunto Juan Pablo II. Es un recuerdo que me atañe personalmente, porque en su penúltimo libro, titulado “Levantaos, vamos”, habla del obispo como “sembrador” y “servidor de la Palabra” y dice (Pag. 36):
“Tarea del obispo es hacerse servidor de la Palabra. Justo como el maestro se sienta en la cátedra, aquella silla situada emblemáticamente en la Iglesia llamada “Catedral”. Él se sienta para predicar, para anunciar y para explicar la Palabra de Dios”. El Papa añade que evidentemente hay diversos colaboradores del obispo en el anuncio de la Palabra: los sacerdotes, los diáconos, los catequistas, los maestros, los profesores de teología y un número siempre mayor de laicos preparados y fieles al Evangelio.
Pero sigue (y esto me afecta muy de cerca): “Sin embargo, nadie puede sustituir la presencia del obispo que se sienta en la cátedra o que se presenta en el ambón de su iglesia episcopal y personalmente explica la Palabra de Dios a las personas que se reúnen a su alrededor. También él, como el escriba que se convierte en discípulo del reino de los cielos, se parece a un padrón de casa que extrae de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas. Tengo el gusto de
mencionar al cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo emérito de Milán, cuyas catequesis en la catedral de su ciudad atraían a multitud de personas, a las cuales él revelaba el tesoro de la Palabra de Dios. Su ejemplo es solamente uno entre los muchos que demuestran cuán grande es el hambre de Palabra de Dios entre la gente. ¡Cuán importante es saciar esta hambre! Siempre me ha acompañado la convicción de que, si quiero saciar en los demás esta hambre interior, es necesario que, siguiendo el ejemplo de María, yo sea el primero en escuchar la Palabra de Dios y meditarla en el corazón”.
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He citado esta página porque me recuerda momentos entrañables vividos en la catedral de Milán, en particular con miles y miles de jóvenes que escuchaban en silencio la Palabra de Dios. Y la he citado para rendir homenaje a la memoria de Juan Pablo II que gentilmente ha querido mencionarme en este su penúltimo libro. Pero con esto quiero también afirmar que la posibilidad que nosotros tenemos hoy de saciar abundantemente el hambre de la Palabra de Dios de tanta gente es también el mérito del documento del Concilio del que celebramos los 40 años, es decir, la Dei Verbum.
2.¿Cuáles eran los problemas abiertos a propósito de la Escritura en la época del Concilio?
Me limitaré a algunos aspectos, justo lo necesario para poner de relieve el tema que nos interesa. De hecho, hojeando las crónicas de la época, es fácil darse cuenta de que los problemas más significativos en el ámbito de los estudios bíblicos y de la presencia de la Escritura en la Iglesia al menos eran tres.
- La relación Tradición – Escritura. Éste era un tema muy candente especialmente en el Norte de Europa, en el ámbito del diálogo entre protestantes y católicos. Se trataba de responder a la pregunta si la Iglesia extrae sus dogmas de la Sagrada Escritura o también de una tradición oral que contiene cosas no dichas por la Escritura.
El Concilio de Trento, cuatro siglos antes, ya había discutido el problema y había dejado de lado la fórmula que se había propuesto, es decir, que las verdades reveladas se encuentran “partim in libris scriptis ed partim in sine scripto traditionibus”, a favor de un fórmula que no agravara el problema: las verdades reveladas se encuentran “in libris scriptis et sine scripto traditionibus”: o sea, no “partim” – “partim” sino “y – “y”.
El problema se presentaba entonces crudamente, a raíz de discusiones encendidas por parte de estudiosos recientes, católicos y protestantes. El Concilio lo trató ampliamente. Pero no es mi tarea reconstruir aquí la historia de esta problemática. A continuación mencionaré solamente la solución a la que se llegó.
- La aplicación del método histórico-crítico a la Sagrada Escritura y el problema anexo de la inerrancia de los libros sagrados. Se había logrado un cierto progreso respecto a la doctrina muy rígida del pasado con el reconocimiento de la validez de los géneros literarios, y esto gracias a la Encíclica “Divino afflante Spiritu” de 1943. Pero la cuestión quedaba todavía pendiente, y culminó en una exasperada polémica a finales de los años 50. El blanco de esta polémica era sobre todo la enseñanza del Pontificio Instituto Bíblico, acusado de no tener en cuenta la verdad tradicional de la inerrancia de los libros sagrados.
El problema no afectaba solamente la interpretación de la Escritura, sino también la relación cotidiana de los fieles con la Biblia. Si se obligaba a los fieles a una interpretación de tipo casi fundamentalista de los libros sagrados, no pocos de entre ellos, sobre todo los más eruditos y preparados, se habrían alejado.
- Tema muy candente, que nos afecta particularmente en esta ponencia, era también el del “movimiento bíblico”, que desde hacía más de cuarenta años estaba favoreciendo una nueva familiaridad con los textos sagrados y un acercamiento más espiritual a la Escritura, entendida
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como fuente de oración e inspiración para la vida. Pero se trataba de iniciativas un poco elitistas, sometidas a sospecha y crítica. Era importante reconocer oficialmente lo que había de bueno en este movimiento, regular este nuevo florecimiento de iniciativas, darles un lugar en la Iglesia, corregirlas en caso necesario, valorando a fondo los peligros de desviación que todavía hoy se repiten a propósito de esta lectura de la Biblia de parte de los laicos.
Estos son, pues, los grandes temas que agitaban el ánimo de los Padres conciliares. No estaba en juego, en cambio, el concepto de revelación, que de hecho luego se reveló determinante para la elaboración de toda la Constitución.
- ¿Cómo tuvo lugar, en el ámbito del Concilio, el proceso de clarificación sobre estos temas, y sobre todo sobre el tercero, es decir, la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia?
El esquema preparatorio de estos argumentos, realizado por la comisión encargada, fue propuesto a los padres conciliares el 14 de noviembre de 1962 con el título “Constitutio de fontibus Revelationis”.
Aquella primera sesión fue tempestuosa. El cardenal Liénart dijo simplemente: “Hoc schema mihi non placet”. En la misma línea se manifestaron, con fuertes críticas, los cardenales Frings, Léger, Koenig, Alfrinck, Ritter y Bea. En sentido opuesto hablaron, en cambio, otros Padres. Fue así que con muchas fatigas y tensiones se llegó al voto del 20 de noviembre. Con gran descontento de muchos prevaleció la opinión de continuar la discusión. El Papa Juan XXIII intervino con un gesto de gran sabiduría, imponiendo que se retirase el esquema para encargarlo a una nueva comisión para que lo rehiciera.
A partir de entonces se inició una gran tarea que produjo numerosas formas de texto, la última de las cuales fu aceptada el 22 de setiembre de 1965. Sin embrago, todavía se proponían “modos” diferentes. Fueron valorados e incorporados en el texto que se sometió a votación el 20 de octubre de 1965. Se llegó así a la votación definitiva el sucesivo noviembre que registró 2344 votos a favor y 6 votos en contra.
¿Cuáles fueron los puntos que se clarificaron mejor en la nueva redacción que recibió el título de “Constitución dogmática sobre la divina Revelación” o “Dei Verbum”, sus palabras iniciales, que se incorporaron gracias a una propuesta hecha en la última discusión (setiembre 1965)? Recuerdo cinco.
1.El concepto de “revelación” que, como he dicho, no era un punto a discutir al inicio del Concilio, pero que poco a poco se fue perfilando durante las discusiones y la reelaboración del texto hasta que se expresó como se encuentra ahora en el número dos de la Constitución: no referido a las verdades sino al hecho de que Dios mismo se comunica: “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2Pe 1,4) (DV, 2). Esta clarificación sobre la naturaleza de la revelación tuvo un efecto positivo en todo el texto, y favoreció una acogida favorable del mismo.
2.Un concepto amplio de Tradición. Respecto a lo que se solía decir anteriormente, el Concilio presentaba, en el texto definitivo de la Constitución, un concepto amplio de Tradición, que se expresaba así: “La Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (DV, 8). Se afirmaba así la unidad de Tradición y Escritura, contra cualquier tentativa de separación: “La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo” (DV, 9).
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En el número siguiente se describe la relación entre las tres grandezas: Tradición, Escritura y Palabra de Dios: “La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV, 10).
- Frente a las discusiones sobre la interpretación de la Escritura y especialmente sobre la ausencia de todo error en ella, el Concilio proponía en su formulación definitiva una concepción amplia de la inerrancia. En el primer esquema preparatorio se hablaba de una inerrancia “in qualibet re religiosa vel profana”. El texto definitivo (DV, 11) afirma que “los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra”. Con esto se acallaron muchas y ociosas discusiones del pasado sobre dicho argumento.
Pero a nosotros aquí nos interesa sobre todo el trabajo que el Concilio dedicó a la importancia y centralidad de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia. El concilio, en su redacción final, recibe las instancias fundamentales del movimiento bíblico y promueve una familiaridad orante de todos los fieles con toda la Escritura. Sobre este tema el Concilio trabajó en todas las sesiones, hasta la última, con numeras redacciones del texto, propuestas y enmendaciones de última hora, que hacen que la historia de este capítulo sea muy compleja y difícil de describir. Me limitaré a los puntos fundamentales, partiendo de la situación de la Escritura en la Iglesia católica en la época del Vaticano II.
- ¿Cuál fue la presencia de la Sagrada Escritura en la Iglesia en la época del Vaticano II?
La situación hasta el inicio del siglo XX se podía describir con las palabras de Paul Claudel, que afirmaba: “El respeto hacia la Sagrada Escritura no tiene límites: se manifiesta sobre todo estando lejos! (cf. La Escritura Santa, en La Vie intelectuelle 16 [1948] 10). Aunque estas palabras parezcan exageradas, reinaba entre los católicos una cierta lejanía, sobre todo de los laicos, respecto a la Sagrada Escritura (aunque los modos de contacto con su contenido eran muchos). Esta lejanía se explica por muchas razones, una de ellas, no la última, fue que hasta el sigo XVIII era una minoría la que sabía leer y escribir. Pero la razón principal era una cierta desconfianza de la autoridades eclesiásticas hacia la lectura de la Biblia por parte de los laicos. Esta desconfianza nació a raíz sobre todo de la reforma protestante y de otros movimientos, en vigor desde la Edad Media, que promovían un contacto directo de los laicos con la Escritura, pero separando de hecho su lectura del contexto eclesial. Hasta la Edad Media no se tuvo noticia de ninguna medida que limitara el acceso a la Escritura, aunque el precio prohibitivo de los manuscritos dificultaba el uso directo de parte de los fieles. Se tienen noticias de auténticas restricciones a partir de algunos Concilios regionales, por ejemplo, el de Toulouse en 1229 en ocasión de la lucha contra los albigenses y el de Oxford del 1408 a raíz del movimiento de Wicleff. Otras prohibiciones siguieron en Inglaterra, Francia y otros sitios. Pablo IV en 1559 y Pío IV en 1564, al promulgar el índice de libros prohibidos, prohibieron también imprimir y tener Biblias en lengua vulgar, a no ser con un permiso especial. Esto correspondía a un impedimento práctico que afectaba a muchos laicos: no poder acercarse a toda la Biblia en lengua vulgar. De hecho se seguía imprimiendo sólo la Vulgata latina. Por ejemplo, en Italia, después de una primera traducción italiana anterior al Concilio de Trento, del 1471 (la llamada Biblia de Malermi), hubo que llegar hasta finales del 1700, es decir a la traducción de Antonio Martini, para tener una Biblia traducida en italiano para los católicos. En 1757 se habían permitido de manera general las ediciones en lengua vulgar traducidas de la Vulgata, siempre y cuando fuesen aprobadas por las autoridades competentes y tuviesen notas. La Biblia de Martini se basaba en la Vulgata latina, mientras la primera versión católica a partir de los textos originales apareció en Italia sólo en la primera mitad del 1900.
El movimiento bíblico gozaba en cambio de un contacto directo y una familiaridad orante de todos los fieles con el texto completo de la Escritura en la lengua del pueblo, traducida a partir de los textos originales. Este movimiento quería, en sus expresiones más maduras, que la lectura se realizara en el cuadro de la tradición de la Iglesia, definida precisamente en el sentido como la citaría la Dei Verbum, es decir, la totalidad de aquello que la Iglesia transmite
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en la vida, en la culto, en la oración y en la doctrina. No quería ser un movimiento solamente para algunas élites. Por esta razón, había que superar no pocas resistencias e incomprensiones, que todavía no han desaparecido del todo ni siquiera hoy.
- ¿Cuál fue la aportación del Concilio a la presencia de la Escritura en la Iglesia?
El Vaticano II trata este tema sobre todo en el capítulo VI de la Dei Verbum que lleva por título “La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia”. Desde el principio enuncia un principio fundamental (DV, 21): “Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura”. Después de esta afirmación el capítulo aplica este principio a las traducciones en lenguas modernas, a la necesidad del estudio profundo de los textos sagrados de parte de los exegetas, subraya la importancia de la Sagrada Escritura en la teología y finalmente recomienda la lectura de la Biblia a todos los fieles. Después de recomendar la lectura de la Sagrada Escritura a todos los clérigos, en primer lugar a los sacerdotes, a los diáconos y catequistas, continúa de este modo: “El santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles, especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Flp 3,8)”. Esta exhortación tan encarecida a todos los fieles, fundamental para el movimiento bíblico, corresponde a la petición de muchos Padres conciliares. Se añadió también una frase incisiva de San Jerónimo: “Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”. El Concilio recomienda por esto a todos los fieles que “acudan de buena gana al texto… también por medio de la llamada “lectura piadosa” [hoy se suele llamar “lectio divina”, e sobre ella hablaremos más adelante]. Se añade que la lectura de la Sagrada Escritura debe ir acompañada de la oración, para que pueda realizarse el coloquio entre Dios y el ser humano; porque (y aquí se cita a San Ambrosio) “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (San Ambrosio, De officiis ministrorum, I,20,88).
Se trata, pues, de una lectura que podríamos llamar “espiritual”. Hecha bajo el impulso del Espíritu Santo, gracias al cual “toda la Escritura es inspirada por Dios y es útil para enseñar, convencer, corregir y formar a la justicia” (2Tim 3,16). Y una lectura que se deja guiar por aquel Espíritu de verdad que guía “a la verdad toda entera” (Jn 16,13) y que “escruta todas las cosas, incluso las profundidades de Dios” (1Cor 2,10). Quiere ser, pues, una lectura hecha en la Iglesia, en el surco de la gran tradición eclesiástica, en el cuadro de todas las verdades de fe y en comunión con los pastores de la Iglesia.
- ¿Cuáles son las consecuencias para la animación bíblica del ejercicio pastoral, sobre todo en lo que se refiere a la lectio divina de los fieles?
En mi experiencia de obispo en Milán durante más de veinte años he podido ver concretamente los frutos de esa oración hecha a partir de la Escritura, sobre todo en muchísimos jóvenes y en tantos adultos que han encontrado en esta familiaridad con la Biblia la capacidad de orientar su vida según la voluntad de Dios también en la gran ciudad moderna y en un ambiente secularizado.
Muchos fieles comprometidos y muchos sacerdotes han encontrado en la lectura orante de la Escritura la manera para asegurarse la unidad de vida en una existencia a menudo fragmentada y lacerada por mil diversas exigencias, en la que era esencial encontrar un punto sólido de referencia. El diseño de Dios que las Escrituras nos presentan, que tiene su culminación en Jesucristo, nos permite unificar nuestra vida en el marco del plan de salvación.
La familiaridad orante con la Biblia nos ayuda, además, a afrontar uno de los retos más grandes de nuestro tiempo, que es el de vivir juntos como personas diferentes no sólo en la etnia sino también en la cultura, sin destruirnos mutuamente y también sin ignorarnos, respetándonos y estimulándonos recíprocamente para una mayor autenticidad de vida.
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Esto vale también para cualquier camino ecuménico y también para la relación entre las grandes religiones, que no debe llevar ni a conflictos ni a barreras, sino que más bien debe estimular a hombres y mujeres sinceramente religiosos a comprender los tesoros de los demás y a hacer comprender los propios, invitando a las personas a ser más veraces y transparentes ante de Dios y sus llamadas.
Si me preguntan por la raíces de esta experiencia, las encuentro principalmente en el hecho que ante la Palabra por medio de la cual “todo se hizo” (Jn 1,3) y en la cual hemos “sido reengendrados de un germen no incorruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente” (1Pe 1,23), nosotros nos reconocemos en nuestro origen común, dignidad, fraternidad fundamental, más allá de todas las divisiones ulteriores.
Evidentemente los modos concretos para la animación bíblica de la pastoral son muchos. Se trata de dejar espacio a la energía creativa de los pastores y los fieles. Yo podría mencionar muchas de estas experiencias, como las semanas de meditación vespertina en la catedral o en las parroquias sobre un personaje o un libro bíblico; las catequesis en la radio o televisión que tenían una audiencia en la diócesis de miles y miles de persones. Incluso en la llamada “Cátedra de los no creyentes”, con la que se encontraban las personas con inquietud religiosa, su punto de referencia era un texto de la Sagrada Escritura.
Aquí quisiera mencionar en modo particular las experiencias de auténtica lectio divina. La lectio divina está en cierto modo en la base de todo y constituye el método de fondo para toda la animación sucesiva. El Concilio recomienda la lectio divina a todos los fieles. Se trata obviamente de una experiencia espiritual y meditativa y no propiamente exegética. Consiste en ponerse ante el texto con una explicación sencilla, que sepa captar los puntos fundamentales y su mensaje permanente y que sea capaz de interpelar a la persona que lo lee y medita, y de estimularla a orar a partir del texto que tiene delante. De hecho la Biblia hay que considerarla no solamente en cuanto a sus contenidos y afirmaciones, como un texto que dice algo a alguien, sino también como Alguien que habla a quien lee y suscita en él/ella un diálogo de fe y esperanza, arrepentimiento, intercesión, ofrecimiento de sí mismo… Esa era la lectio divina tradicional en el primer milenio de la era cristiana, aquella que prevalecía en las homilías bíblicas de los Padres de la Iglesia (pienso en las explicaciones bíblicas de San Ambrosio de Milán o en las de San Agustín de Hipona): una lectura finalizada a un encuentro con el Autor de la Palabra, una lectura capaz de plasmar y orientar la existencia.
Personalmente siempre me he esforzado para hacer practicar, también a los fieles más sencillos, este tipo de lectura de la Biblia sin excesivas complicaciones de método. Por eso, he promovido en la catedral de Milán las escuelas de la Palabra que han enseñado a miles de jóvenes un modo de acercarse simple y orante al texto sagrado. Existen, de hecho, muchas maneras de hacer la lectio, pero personalmente estoy convencido que sobre todo hay que enseñar a la gente un método sencillo y que se pueda retener con la memoria. Yo lo expreso con la tríada: lectio, meditatio, contemplatio.
Por lectio entiendo la lectura del texto que se tiene delante (mejor si es el de la liturgia del día), intentando captar las pausas (la estructura), las palabras clave, los personajes, las acciones y sus calificaciones, colocándolo en el contexto del libro bíblico al que el texto pertenece y en el contexto, sea de toda la Escritura, sea de la época actual (nosotros leemos este texto “hoy”). Este momento a menudo pasa inadvertido, porque se tiene la impresión de conocer el texto y de quizás haberlo leído y escuchado muchas veces. Pero el texto hay que leerlo cada vez como si fuera la primera vez y, si se analiza en manera simple, revelará aspectos que hasta ahora estaban escondidos o implícitos. Se trata en sustancia de responder a la pregunta: ¿qué dice este texto?
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Por meditatio entiendo la reflexión sobre los mensajes del texto, sobre los valores permanentes que nos trasmite, sobre las coordinadas del actuar divino que nos da a conocer. Se trata de responder a la pregunta: ¿qué nos dice este texto? ¿Cuáles son los mensajes y valores que nos comunica?
Por contemplatio u oratio entiendo el momento más personal de la lectio divina, aquél en el cual yo entro en diálogo con Aquél que me habla a través de este texto y a través de toda la Escritura. De esta descripción me parece evidente que este ejercicio de lectura bíblica conduce a todos hacia aquella Palabra en la que reencontramos nuestra unidad y al mismo tiempo enardece los corazones análogamente a lo que les ocurría a los dos discípulos en el camino hacia Emaús: “¿No nos ardía el corazón mientras conversaba con nosotros en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).
En esta línea del ardor del corazón concentrado en la Palabra es posible esperar una renovación de la Iglesia más allá de cuanto no puedan conseguir discusiones y consultas. Esperamos, pues, que se lleve a la práctica como método pastoral en todas las comunidades cristianas y por todos los fieles lo que ha propuesto el Concilio Vaticano II en la Dei Verbum: que este modo de meditar y orar a partir de la Escritura se convierta en un ejercicio común para todos los cristianos, también porque constituye un antídoto eficaz contra el ateísmo práctico de nuestra sociedad sobre todo en Occidente y un fermento de comunión también en relación con las grandes religiones del Este de nuestro planeta. Tal insistencia de la Iglesia en la lectio divina ha continuado también después del Concilio. A la Dei Verbum, de hecho, han seguido diversos documentos oficiales importantes que han subrayado y profundizado algunos aspectos de la Constitución. Recuerdo algunos: en cuanto a la interpretación de la Escritura (cf. Capítulo III de la Constitución) hemos de citar el documento de la Pontificia Comisión Bíblica con el título “La interpretación de la Biblia en la Iglesia” del 1993. Para la relación entre los dos Testamentos (cf. Capítulo tercero y cuarto) el documento de la misma Comisión Bíblica “El pueblo hebreo y sus Sagradas Escrituras en la Biblia Cristiana” del 2001.
Mucho se ha insistido para que la Sagrada Escritura ocupe el lugar central que le corresponde en la vida de la Iglesia. En este contexto se multiplican las exhortaciones a la lectio divina. La instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica del 1993 hablaba de la lectio como de una oración que nace de la lectura de la Biblia bajo la acción del Espíritu Santo. En el documento programático para el tercer milenio Novo Millennio Ineunte el Papa subraya la necesidad (n. 39) de “que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite captar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y plasma la existencia”. Habría que añadir el documento de la Congregación para la vida consagrada (Volver a empezar desde Cristo) y otros análogos de las diversas Congregaciones Romanas y los documentos de las Conferencias Episcopales de varios países (por ejemplo la C.E.I.). Se puede ver, pues, como también a nivel oficial los signos lanzados en el terreno de la Iglesia por la Dei Verbum han seguido dando frutos.
También hay que recordar aquellos aspectos que han sido profundizados por los teólogos y exegetas. Recuerdo en particular el tema de la relación entre revelación como comunicación divina y Escritura. A este propósito, así se expresa un teólogo en un escrito reciente: “La impresión de una cierta abstracción que puede resultar hoy de una lectura integral de la Dei Verbum… deriva del hecho que el capítulo VI sobre “La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia’ no estructura a fondo el conjunto de la Constitución y ni siquiera el concepto de revelación. Y, sin embargo, es precisamente en este capítulo que se consigue el objetivo pastoral, establecido por Juan XXIII como programa al concilio. Aquí encontramos uno de los principales problemas de la recepción conciliar que debe tener en cuenta el hecho de que este principio no se ha mantenido por completo en todos los documentos y que, a causa de su promulgación tardía, algunos textos fundamentales y muy controvertidos, como la Dei Verbum, no han podido influenciar suficientemente la redacción de los documentos eclesiológicos adoptados en precedencia (Christof Theobald, Il Regno, 2004, p. 790).
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Se abren nuevos espacios de búsqueda, a cuarenta años de la Dei Verbum, para una profundización más orgánica de los temas evocados por este texto conciliar y sobre todo para una acción pastoral que verdaderamente haga resaltar la primacía de la Escritura en la vida cotidiana de los fieles, en las parroquias y en las comunidades. El futuro de la Constitución está, pues, en nuestras manos, pero sobre todo en las manos de aquel Espíritu que, habiendo guiado a los Padres conciliares en un terreno delicado y difícil, nos guiará también hoy y mañana para que nos alimentemos de la Palabra y así podamos conformar nuestra vida con ella.
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