SIGNIFICADO PERMANENTE DEL CONCILIO VATICANO II* Santiago MADRIGAL Al plantear estas reflexiones merece la pena recordar unas palabras de Benedicto XVI pronunciadas al comienzo de su pontificado: «Cuando me preparo al servicio que es propio del sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza la voluntad decidida de proseguir en el compromiso de realización del Concilio Vaticano II, siguiendo a mis predecesores y en continuidad con la tradición bimilenaria de la Iglesia. Este año se celebra el 40 aniversario de la conclusión de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Con el pasar de los años los documentos conciliares no han perdido actualidad; por el contrario, sus ense- ñanzas se revelan particularmente pertinentes en relación con las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada.» Ahora bien, ¿por qué ha de tener significado permanente un Concilio de los años sesenta del siglo xx, dado el ritmo vertiginoso en el que nos movemos? ¿Por qué está llamado a ser un Concilio para el tercer milenio? Podemos adelantar una especie de tesis de fondo. El Vaticano II tiene una verdadera proyección de futuro porque sus raíces son muy hondas, porque su eclosión guarda relación con una efervescencia eclesial y vital que se vio plasmada en el movimiento litúrgico, en el movimiento teológico de la vuelta a las fuentes, en el movimiento laical, en el movimiento de aproximación ecuménica entre las distintas familias cristianas. Por eso, el nuevo clima espiritual creado por aquella profunda reforma teológica de la primera mitad del siglo xx sugería y presentaba como la tarea más urgente la elaboración de una visión global de la Iglesia. Por eso, no es de extrañar que el significado permanente del Vaticano II haya sido presentido y alentado por grandes pensadores de aquella hora, como el carmelita catalán B. Xiberta, que hablaba, en un artículo del año 1962, del RCatT XXXII/1 (2007) 155-161 © Facultat de Teologia de Catalunya * Resum de la conferència «Significado…» de S. Madrigal, que ha estat publicada a Razón y Fe 252 (2005) 317-338. descubrimiento de la Iglesia como tarea de la teología actual.1 En otras palabras: el re-descubrimiento de la Iglesia estaba llamado a operar el rejuvenecimiento del cristianismo.2 El 14 de enero de 1963, el primer observador laico del Concilio, Jean Guitton, pronunció una conferencia sobre el Concilio Vaticano II cuando estaba muy reciente la clausura de la primera sesión ecuménica. Las profecías del primer observador laico apuntaban en esta dirección: «la arquitectura dogmática del Concilio se despliega alrededor de la idea de Iglesia».3 El Vaticano II fue efectivamente un diálogo de la Iglesia consigo misma, con las otras comunidades cristianas y con el mundo contemporáneo, según el plan trazado por el papa Pablo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión (29 de septiembre de 1963): «la noción, o, si se prefiere, la conciencia, de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, y el diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestra época».4 Hay que subrayar que estos objetivos o ámbitos del diálogo se concentran en las áreas en las que han ido creciendo los problemas que agitaban la vida de la Iglesia a lo largo del siglo xx. Señalan, pues, direcciones por las que hay que seguir caminando en el futuro; se trata de un planteamiento abierto, de muy largo alcance. Notaba Pablo VI que el misterio de la Iglesia admite siempre «nuevas y más profundas investigaciones». Estos cuatro puntos cardinales del plan montiniano permiten hacer una sistematización coherente de los 16 documentos del Vaticano II, «el Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia» (K. Rahner). El trabajo conciliar comenzó, desde la orientación de la Ecclesia ad intra, tratando de esa dimensión íntima de la Iglesia que es la liturgia, el corazón de su vida. La constitución Sacrosanctum Concilium asume una parte del objetivo de la renovación interna de la Iglesia, que anticipaba y ponía las bases para el tema central de todo el Concilio, que iba a ser el de la Iglesia. Así las cosas, la constitución dogmática sobre la Iglesia ocupa el puesto central de punto de referencia de los trabajos desde finales de la primera sesión; representa, por tanto, el momento nuclear del diálogo interno conforme a la pregunta: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Lumen gentium trata de satisfacer el primero de los fines conciliares: expresar la noción o conciencia de la Iglesia. Obtuvo su aprobación solemne al final de la tercera sesión, en otoño de 1964, junto con el decreto sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio, que guarda relación con el tercer objetivo querido por Pablo VI: el restablecimiento de la unidad entre 156 SANTIAGO MADRIGAL 1. B. Xiberta, «Redescobriment de l’Església tasca de la teologia actual», Criterion 15 (1962) 39-62. 2. G. Alberigo, Breve historia del Concilio Vaticano II (1959-1965). En busca de la renovación del cristianismo, Salamanca, 2005. 3. S. Madrigal, «Jean Guitton, palabra laica en el Concilio», en Id., Memoria del Concilio. Diez evocaciones del Vaticano II, Bilbao – Madrid, 2005, pp. 103-130, esp. p. 114. 4. AAS 55 (1963) 847. los cristianos. Otro documento en esta misma dirección, el decreto Orientalium ecclesiarum, sobre las Iglesias católicas orientales, fue aprobado en aquella misma sesión. De ese catolicismo oriental católico puede decirse que traza un puente con esa otra forma de vivir y encarnar el mensaje del Evangelio que es el cristianismo de Oriente (Iglesias orientales ortodoxas de tradición bizantina y eslava) y, de otra manera, con el cristianismo vivido en las Iglesias y comunidades eclesiales surgidas de la reforma protestante. Ahora bien, esos dos decretos dependen teológicamente de la visión eclesiológica renovada del misterio de la Iglesia que había cuajado en los capítulos primero y segundo de la constitución sobre la Iglesia. El avance de los trabajos, desde los setenta esquemas preparatorios, se fue decantando en las cuatro grandes constituciones: sobre la liturgia, sobre la Iglesia, sobre la revelación, sobre la Iglesia en el mundo de hoy. Estas dos últimas debieron esperar hasta la cuarta sesión para encontrar su aprobación solemne, pero han ido acompañando la maduración teológica de la asamblea conciliar. A la postre, hay que reconocer que para dar una visión abarcante y completa de la Iglesia se hizo necesario establecer dónde y cómo debía ser buscada la noción de Iglesia. A saber: la revelación divina. Desde la lógica teológica, la constitución dogmática sobre la divina revelación adquiere un carácter previo a toda la obra del Concilio. Dei Verbum reviste desde el punto de vista metodológico un carácter fundamental y fundante sobre el que se eleva el edificio doctrinal del Vaticano II. Nos recuerda, desde otra perspectiva, cuál es el centro de la vida de la Iglesia: el misterio de Dios revelado en Cristo. «Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo». A partir de esta afirmación se despliega la otra orientación, la Iglesia ad extra, Iglesia enviada y en misión. El desenlace de esta perspectiva es la cuarta constitución del Vaticano II, la constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. En esta constitución, que quiere aplicar una visión cristológica del ser humano a los grandes problemas éticos, sociales, políticos y económicos, se satisface el cuarto y último objetivo señalado por Pablo VI al Concilio: el diálogo con el hombre de hoy y la apertura de la Iglesia a la sociedad moderna. Todo ello permite concluir que el deseo de Juan XXIII se había cumplido, pues el Concilio constituye efectivamente un salto hacia delante, un serio esfuerzo de aggiornamento, un abrir ventanas para que el aire fresco penetre en el interior de la Iglesia. Los otros documentos conciliares pueden ser presentados como una explanación de esos dos diálogos básicos, interno y externo, de la Iglesia. La primera intención, recapitulada en la constitución dogmática Lumen gentium, ponía en marcha otras líneas de profundización y de renovación interna: son los principios doctrinales que afectan al episcopado, con la afirmación conexa de la sacramentalidad y de la colegialidad (Christus Dominus); en segundo lugar, hay que recordar la teología del laicado que, desde el relanzamiento del sacerdocio común de todos los bautizados, se deja prolongar en el decreto sobre el SIGNIFICADO PERMANENTE DEL CONCILIO VATICANO II 157 apostolado seglar (Apostolicam actuositatem) y, en esa plasmación más concreta sobre la tarea de los padres en la educación cristiana (Gravissimum educationis); en tercer lugar, desde la afirmación de la llamada universal a la santidad, entran en consideración la renovación carismática de la vida religiosa (Perfectae caritatis), así como la vida, la espiritualidad de los presbíteros (Presbyterorum ordinis) y su formación (Optatam totius). La otra intención profunda, por la cual la Iglesia —en atención a los signos de los tiempos— ha querido ser para el mundo trazando su tarea histórica, se ha concretado en la constitución Gaudium et spes. Esta nueva relación con la situación profana del mundo encuentra una concreción práctica en el decreto sobre los medios de comunicación social (Inter mirifica). Esta intención ha cristalizado asimismo en otros importantes documentos, como la Declaración sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae), que es conditio sine qua non para una apertura al pluralismo ideológico de la actualidad, para el diálogo y la colaboración con los miembros de las religiones no cristianas (Nostra aetate). En esta misma longitud de onda, la Iglesia se ha replanteado su tarea de evangelización en el decreto sobre las misiones (Ad gentes). Se entiende, pues, que H. Küng, perito del Concilio y teólogo disidente en el posconcilio, hablara en un artículo inmediatamente posterior a la clausura del Vaticano II de las «nuevas 16 columnas de S. Pedro». Aludía con esta metáfora arquitectónica a su resultado doctrinal y en este sentido preciso: los 16 documentos aprobados por el Concilio en sus cuatro años de trabajo debían ser el soporte de la Iglesia posconciliar. Sin el Vaticano II nos hallaríamos en una situación muy diferente en liturgia, en teología, en pastoral, en ecumenismo, en las relaciones con el judaísmo y con las demás religiones del mundo, y con la sociedad moderna. Por otro lado, el Vaticano II entraña el intento de cambio de paradigma para iniciar una nueva época, un cambio de actitud hacia la Reforma protestante y un cambio de actitud hacia la modernidad. Al paso del tiempo, una lectura esencial de los textos conciliares debe centrarse en las cuatro grandes constituciones, tal y como se decanta en el título de la relación final del Sínodo extraordinario de Obispos de 1985 dedicado a la conmemoración del Vaticano II: «La Iglesia a la escucha de la Palabra de Dios celebra los sacramentos para la salvación del mundo.» Ahí quedan aludidas, sucesivamente, Lumen gentium y Dei Verbum, Sacrosanctum Concilium y Gaudium et spes. Una pregunta última: ¿se pueden señalar, dentro de la historia del Vaticano II, algunos «hechos germinales», es decir, «semillas» sembradas por el Concilio? Se puede nombrar, en primer término, el sínodo. Con fecha del 15 de septiembre de 1965 el Papa Pablo VI había decidido instituir el Sínodo de los Obispos. En otras palabras: el Concilio estaba llamado a pervivir en y por los Sínodos, una institución que ha encontrado efectivamente su realización no sólo al nivel del sínodo de obispos, sino también y sobre todo en los sínodos continentales, regionales, nacionales, diocesanos. Ya el Concilio mismo había 158 SANTIAGO MADRIGAL sido la prueba fehaciente de la reaparición del principio colegial y sinodal y en todo su esplendor. A este «hecho germinal» de la actividad sinodal de la Iglesia aludió expresamente Juan Pablo II en Tertio millennio adveniente (núm. 21), porque ahí se refleja la colegialidad y la corresponsabilidad nacidas de la comprensión de la Iglesia como comunión, un fenómeno normal en la Iglesia del primer milenio, olvidado durante siglos por la Iglesia latina, pero recuperado para ser expresión de la nueva conciencia de la Iglesia posconciliar. Podemos señalar, en esta misma dirección, aunque sin ánimo de ser exhaustivos, algunos otros «hechos germinales» que diseñan el significado permanente del Vaticano II, y que son también impulsos de fondo que nunca pueden ser olvidados. Entre ellos habría que destacar estas cuatro líneas de apertura: la apertura a las fuentes, la superación de los órdenes estamentales, la apertura a los otros cristianos, la apertura a los interrogantes de la humanidad entera. En el primer nivel, bajo el aliento de Dei Verbum, se rubrica la importancia de la Escritura en la vida de la Iglesia y su carácter de fundamento para la teología. Ello propicia una apertura de la teología hacia un nuevo realismo. La apertura en el espacio interior de la Iglesia se produce como el derribo de las viejas fronteras estamentales, entre laicos y sacerdotes, entre religiosos y no religiosos, aunque siga habiendo en la fuerza del Espíritu dones, caminos y servicios distintos. A título de ejemplo podemos acudir a Sacrosanctum Concilium, cuya instauración de la lengua vulgar en la celebración es un principio pastoral que pone las bases para que funcione el principio básico de la renovación litúrgica, la actuosa participatio (SC 14), de modo que de veras sea la comunidad cristiana, toda ella sacerdotal, presidida por su ministro, el sujeto de la acción litúrgica. Ese principio de la participación activa de todo el pueblo de Dios no puede quedar relegado al ámbito litúrgico, sino que, desde la nueva conciencia del sacerdocio común de los bautizados (LG 10), ha de tener su aplicación a la vida y misión de la Iglesia. El apostolado propio del seglar coincide con el quehacer en su vida concreta, la tarea que impone la familia, la profesión, las obligaciones cívicas, en medio de un mundo secularizado. Este segundo movimiento de apertura intramuros de la Iglesia, que se comprueba en la Constitución sobre la Iglesia, nace de una afirmación muy sencilla: de distintas y diversas maneras, los cristianos participan por el bautismo en la función sacerdotal, profética y regia de Cristo. En esta clave se puede leer el decreto sobre el apostolado de los laicos, el decreto sobre los sacerdotes, el decreto sobre la renovación de la vida religiosa y el decreto sobre el ministerio de los obispos. La constitución sobre la liturgia anunciaba, si bien tímidamente, un tema que estaba llamado a tener gran futuro en el tiempo posconciliar: la idea de la Iglesia local (SC 41). Es una reflexión que aparece en el número 26 de la Constitución sobre la Iglesia; allí se habla de la Iglesia local como lugar de la máxima actualización y presencia de la Iglesia. Es la comunidad concreta que se reúne en torno al altar, donde se anuncia el misterio pascual del Señor y su Evangelio, que sabe que debe ser una comunidad fraterna. Otros dos moviSIGNIFICADO PERMANENTE DEL CONCILIO VATICANO II 159 mientos de apertura caracterizan la entraña del Vaticano II: la apertura a los otros cristianos y la apertura al mundo moderno. Para referirse a ellos es obligado evocar la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI, que vio la luz el 6 de agosto de 1964 y hace de la idea del «diálogo» su hilo directriz. Por lo pronto hay que recordar que sobre ese presupuesto del diálogo está construido el decreto sobre el ecumenismo y que, desde el punto de vista de la historia de la redacción, de ese tronco común han nacido las «declaraciones» sobre las religiones no cristianas y sobre la libertad religiosa. Su espíritu, bajo el que se pueden cobijar los impulsos ecuménicos y el diálogo con las grandes religiones y con todos los hombres de buena voluntad, ha quedado expresado en ese pasaje de Lumen gentium que declara la universalidad o catolicidad de todo el pueblo de Dios: todos los hombres están llamados a la unidad del pueblo de Dios, símbolo y preludio de la paz universal; a esa unidad pertenecen los fieles cató- licos, los otros creyentes en Cristo; a esa unidad se ordenan todos los hombres llamados a la salvación por la gracia de Dios (cf. LG 13). El Concilio Vaticano II asumía con sano optimismo, de raíz auténticamente católica, la fe en el ser humano y en sus posibilidades, la cercanía de un Dios encarnado, la primacía de su amor hacia este mundo, la edificación de una ciudad temporal más justa. Concluyendo: el mayor enemigo de la renovación y rejuvenecimiento del cristianismo es una realización o aplicación cansina a la vida de la Iglesia de las directrices conciliares. No en vano, invocando al espíritu del Vaticano II, a K. Rahner le gustaba decir que el Concilio era en realidad un comienzo: 5 «Un Concilio es, con sus decisiones y enseñanzas, sólo un comienzo y un servicio. El Concilio sólo puede dar indicaciones y expresar verdades doctrinalmente. Y por eso es sólo un comienzo. Y después todo depende de cómo se lleven a cabo esas indicaciones y cómo caigan esas verdades en el corazón creyente y produzcan allí espíritu y vida. Esto no depende, pues, del Concilio mismo, sino de la gracia de Dios y de todos hombres de la Iglesia y de su buena voluntad. Y, por eso, un Concilio es puramente un comienzo. La renovación de la Iglesia no ocurre en el concilio y a través de sus decretos, sino después.» Santiago MADRIGAL Universidad Pontificia de Comillas C/ Alberto Aguilera, 23 E – 28015 MADRID E-mail: smadrigal@teo.upcomillas.es 160 SANTIAGO MADRIGAL 5. K. Rahner, «Mut und Nüchternheit auf dem Konzil», Orientierung 28 (1964) 41. Summary Thanks to the celebration of Vatican II (1962-1965), we find ourselves today, 40 years after its conclusion, in a very different situation with regard to liturgy, theology, pastoral care, ecumenism, dialogue with other religions and modern society. Its 16 documents (constitutions, declarations and decrees) constitute a united body of doctrine which is centred on the aims Paul VI assigned to the Council: the notion of the Church, its renewal, the re-establishment of Christian unity, the dialogue of the Church with modern society. Its main thrust coincides with the anticipation already apparent from the beginning of the 20th century of a rediscovery of the Church and thus a renewal of Christianity. Its germinal ideas continue to evolve since, as K. Rahner said, a Co
http://www.raco.cat/index.php/RevistaTeologia/article/view/79809/135820