Casiano Floristan, El fenómeno del Vaticano II

El concilio Vaticano II, obra personal de Juan XXIII, es el acontecimiento cristiano más importante del siglo XX, celebrado en un momento propicio religioso y cultural, en pleno desarrollo de la sociedad europea y en una excelente coyuntura mundial. Contribuyeron favorablemente a su realización los movimientos de renovación eclesial previos al mismo; se opusieron los sectores más inmovilistas y conservadores del catolicismo. En todo caso, el Concilio contribuyó a un cambio profundo de la cosmovisión cristiana, ya que fue el final de la contrarreforma, la consagración de los movimientos eclesiales innovadores, el reconocimiento de los valores de la modernidad y la aparición de una nueva conciencia de Iglesia.

Sin embargo, algunos piensan que el concilio se convocó muy tarde; otros creen que se celebró demasiado pronto. Lo cierto es que el Vaticano II es un Concilio de transición, aunque no hay coincidencia en señalar de qué transición se trata. Ciertamente, el Vaticano II es un final y un comienzo. Sin embargo, si se comparan los propósitos conciliares con lo ocurrido en la Iglesia un cuarto de siglo después, los juicios sobre el Vaticano II son divergentes. Hay quienes lo descalifican como decisión peligrosa y equivocada; otros juzgan negativamente el posconcilio por la mala aplicación de las decisiones conciliares; y algunos afirman que nos estamos desviando -por involución- del espíritu conciliar. La batalla se libra en torno a una interpretación global del espíritu y de los contenidos del Vaticano II.

1. El fenómeno del Vaticano II

a) El anuncio conciliar

Después que Pío IX declarase el dogma de la infalibilidad del papa en el Concilio Vaticano 1 (1869-1870) parecían innecesarios los concilios; bastaba el magisterio pontificio. Los pontificados, desde Pío IX a Pío XII, tuvieron una cierta continuidad en sus decisiones y declaraciones, sin necesidad de convocar un concilio. A lo sumo algunos papas pretendieron terminar el Vaticano 1, interrumpido en 1870 por la guerra entre Prusia y Francia. Así lo pensó Pío XI en 1923, pero la gravedad de la situación internacional le hizo desistir. Pío XII tuvo el mismo deseo en 1948 pero, dadas las opiniones contrapuestas, renunció al proyecto en 1951. A finales de 1958, recién nombrado papa Juan XXIII, nadie pensaba en la terminación del Vaticano 1 ni en la promulgación de un nuevo concilio.

La convocatoria de un «un concilio ecuménico para la Iglesia universal», hecha por Juan XXIII el 25 de enero de 1959, produjo asombro en el mundo e inquietud en la curia romana. Recordemos que la expresión «concilio ecuménico» significa en la tradición católica «concilio general» de los obispos en comunión con la sede de Roma. La invitación a las Iglesias separadas se traduciría posteriormente en la presencia de observadores oficiales.

Juan XXIII había sido elegido papa tres meses antes, a los 78 años de edad, durante un breve cónclave (25-28 de octubre de 1958), como solución transitoria o de compromiso.

a) El contexto histórico

En el momento de la convocatoria conciliar la Iglesia católica estaba en paz, no había en su interior herejías, habían surgido gérmenes de renovación y se encontraba segura para afrontar una seria revisión de su propia vida. Con todo, había dentro de la Iglesia en los años 1945-1959 frecuentes tensiones entre conservadores y progresistas. La necesidad de un giro religioso se manifestó en el contexto del cambio social y cultural vertiginoso, propio de la posguerra mundial, observable en el final del colonialismo y la presencia activa y creciente del Tercer Mundo; la industrialización de los países nordatlánticos, con sus consecuencias de emigraciones, turismo, ocaso del mundo rural, urbanizaciones gigantescas y nacimiento o aparición de la sociedad de consumo; por último, la difusión de la televisión, con un fuerte impacto en la cultura y pautas de comportamiento.

Ciertos problemas acuciantes de la humanidad se hicieron asimismo presentes en el Concilio: el hambre en una gran parte del planeta, la escasa vigencia de los derechos humanos en innumerables países y la carrera de armamentos, con el peligro de la destrucción de la humanidad.

c) Los objetivos del Vaticano II

El Vaticano II, a diferencia de otros concilios, no se convocó para rechazar una herejía o superar una crisis profunda. Su primer propósito, según el pensamiento expresado de Juan XXIII, fue muy claro: no habría condenas, ni siquiera del marxismo o del comunismo. Pero aunque el papa convocante no había dibujado el programa del Vaticano II, su objetivo más evidente era el aggiornamento de la Iglesia, expresión que sustituía al término reforma, impronunciable en la convocatoria conciliar por su apropiación protestante. Se trataba de renovación, adaptación, diálogo y apertura.

En las alocuciones y discursos de Juan XXIII previos al Vaticano II pueden deducirse, según G. Gutiérrez, tres objetivos conciliares: la apertura de la Iglesia al mundo moderno y a la sociedad, escrutando «los signos de los tiempos», con objeto de hacer inteligible el anuncio del evangelio; la unidad de los cristianos o presencia activa de la Iglesia en el ecumenismo; y la Iglesia de los pobres en estricta fidelidad al evangelio (G. ALBERIGO y J.-P. JossuA, La recepción del Vaticano II, Madrid 1987, 217-218). Los dos primeros objetivos habían sido desarrollados previamente. El tercero lo sugirió Juan XXIII un mes antes del concilio; posteriormente lo defendió el cardenal Lercaro en una memorable intervención cuando dijo: «La Iglesia se presenta, como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres» (Ecclesia 1.106, 1962, 6).

Una semana después de iniciado el Concilio escribió una carta el cardenal Montini -que pronto sería nombrado papa- al Secretario de Estado A. Cicogniani, en la que denunciaba la falta de un plan «orgánico, ideal y lógico del Concilio» y proponía que «el tema unitario y comprensivo de este concilio» fuese la Iglesia. Idéntico modo de pensar tenía el cardenal Suenens. Por esto, en el discurso que pronunció Pablo VI al comenzar la segunda sesión señaló cuatro metas conciliares: profundización de la naturaleza de la Iglesia; renovación interna de la Iglesia; reunión de los cristianos separados y diálogo de la Iglesia con el mundo.

d) El desarrollo del Concilio

En contraste con Pío IX, quien consultó a los obispos sobre la conveniencia de celebrar el Vaticano 1, Juan XXIII decidió personalmente la convocatoria del Vaticano II «por una repentina inspiración de Dios». No obstante, se llevó a cabo enseguida una amplia y democrática consulta. El 18 de junio de 1959, el secretario de Estado cardenal Tardini invitó a todos los obispos (entonces 2.594), superiores mayores religiosos (156 en total) y universidades católicas para que libremente propusiesen temas conciliares antes del 30 de octubre de ese mismo año. Aquí reside la primera explicación del talante participativo y pedagógico del Concilio e incluso el comienzo de una «democratización de la Iglesia». Pero habituados los obispos a obedecer órdenes de la curia romana sin ejercer su libertad y pensamiento, las 2.150 respuestas (unas 10.000 páginas en 16 volúmenes) fueron decepcionantes, ya que se limitaron a exponer errores o a sugerir mínimas reformas; no obstante, se advirtió en las mismas una aceptación plebiscitaria de la convocatoria conciliar.

El 5 de junio de 1960, un año después de la encuesta, se crearon diez comisiones preparatorias, presididas por cardenales de curia de talante conservador. La apertura llegó por la creación de tres nuevos secretariados (Apostolado de los laicos, Medios de comunicación social y Unión de los cristianos) y el nombramiento de obispos diocesanos progresistas como miembros de comisiones. El trabajo de las comisiones se plasmó en 70 esquemas (2.100 páginas impresas), parte de los cuales se envió a los obispos tres meses antes de comenzar el Concilio. A excepción de la constitución sobre la liturgia, hecha por los renovadores del movimiento litúrgico, el resto de los esquemas tenía una impronta escolástica, conservadora y jurídica. Posteriormente serían rechazados por el Concilio; hubo que redactar menos esquemas con más preocupación pastoral renovadora.

Acudieron a la cita conciliar unos 2.500 obispos, mientras que en el Vaticano 1 hubo 744 y en Trento 258. Recordemos, como contraste, que todos los obispos del Vaticano 1 eran de raza blanca y en su mayoría europeos. De los presentes en el Vaticano II eran europeos unos 1.000 (450 italianos), otros 1.000 americanos (más de la mitad latinoamericanos), unos 350 del Africa negra y otros 400 de Asia, con algunos de Oceanía y del mundo árabe. Los aproximadamente 150 obispos de los países socialistas soviéticos tuvieron dificultades para participar. Se nombraron peritos conciliares a teólogos, otrora de tendencias condenadas por la encíclica Humani generis de 1950, como Congar, Chenu, de Lubac y Danielou. Se sumaron los teólogos alineados en la renovación de la Iglesia, como Rahner, Schillebeeckx, Philips, etc. Su influjo fue decisivo.

e) Las tendencias

Desde el comienzo del Concilio se pudo comprobar que los Padres estaban dispuestos a intervenir con entera libertad sin seguir el dictado de la curia. También se vio que la mayor parte de los conciliares estaban de acuerdo con la dimensión pastoral del Vaticano II, tal como lo expresó Juan XXIII en su discurso inaugural. Pero desde los inicios se evidenciaron dos grupos, denominados mayoría y minoría, el primero de talante aperturista y el segundo netamente conservador. Aunque la mayoría no era homogénea, «tenía conciencia -escribe R. Aubert- de estar en la línea preconizada por Juan XXIII, era sensible a las realidades del mundo y a las necesidades de adaptación y estaba abierta al diálogo ecuménico, que muchos descubrieron durante el Concilio. Era partidaria de una teología pastoral basada en la Escritura, se preocupaba de la eficacia concreta de las decisiones que debían tomarse, se interesaba menos por la formulación exacta de la doctrina y desconfiaba de una excesiva centralización de la autoridad de la Iglesia» (H. JEDIN y R. REPGEN, Manual de historia de la Iglesia, IX, Barcelona 1984, 190).

La minoría estaba formada por obispos conservadores pertenecientes a países tradicionalmente católicos, apoyados firmemente por la curia. Este grupo -escribe R. Aubert- «se aferraba a la estabilidad de la Iglesia y a su carácter monárquico, era sensible a los riesgos inherentes a todo cambio y sentía la preocupación de salvaguardar el depósito de la fe en toda su integridad; pero tendía a confundir la formulación dogmática con la revelación» (Nueva historia de la Iglesia, V, 557-558). En el transcurso del Concilio se agrupó la minoría de unos 250 obispos en el Coetus Internationalis Patrum, con la finalidad de impedir que los errores liberales se introdujesen en los textos del Concilio. Entre estos obispos fue muy activo Marcel Lefébvre, que después del Concilio incurriría en cisma, en el que murió. La minoría fue respetaba por la mayoría, aunque las discusiones entre ambas tendencias impidieron algunos desarrollos conciliares más homogéneos y dieron lugar a textos de compromiso, caracterizados por su ambigüedad. El conflicto se situó entre reformistas y antirreformistas o entre partidarios del aggiornamento pastoral y sus oponentes.

f) Las sesiones conciliares

Se celebraron cuatro sesiones correspondientes a los otoños de 1962, 1963, 1964 y 1965, con una duración de unos dos o tres meses cada una. El discurso inaugural de Juan XXIII causó una viva impresión al sugerir varios puntos importantes: el carácter pastoral del Concilio, en el sentido de llevar al mundo el mensaje cristiano de un modo eficaz, teniendo en cuenta las circunstancias de la sociedad; el propósito de no condenar errores por medio de anatemas, sino penetrar en la fuerza del mensaje; la denuncia de los «profetas de calamidades» y la búsqueda de unidad entre los cristianos y entre los hombres. Según Pablo VI, este discurso fue «profecía para nuestro tiempo».

La primera sesión del Concilio evidenció el rumbo inesperado de apertura del Vaticano II, la necesidad de reducir el número de esquemas (de 70 se pasó a 20 luego a 16) la importancia de los peritos, que acudieron para asesorar a los obispos. Estos últimos trabajaron en grupos reducidos, dieron conferencias y redactaron intervenciones. Fueron, en definitiva, auténticos catequistas de los obispos.

Juan XXIII sólo conoció en vida la primera sesión. Al morir en junio de 1963, fue elegido rápidamente papa Giovanni Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Lógicamente propuso en el discurso de apertura de la segunda sesión (29.9.1963) dos temas centrales: la Iglesia ad intra y la Iglesia ad extra. En la tercera sesión se notó un grado notable de madurez episcopal. Creció la libertad de opinión en los dos grupos, de la mayoría y minoría, hubo confrontaciones entre sí e incluso se manifestaron tensiones a propósito de algunas cuestiones. La cuarta sesión comenzó con el anuncio papal de la creación del Sínodo de Obispos, cuyos miembros serían nombrados por las conferencias episcopales. Siguieron las discusiones de diversos esquemas.

Después de 168 congregaciones generales el Concilio concluyó con la promulgación de 16 documentos (4 constituciones, 9 decretos y 3 declaraciones). Los últimos días fueron pródigos en acontecimientos: despedida de los observadores no católicos con una celebración conjunta (6 de diciembre), «levantamiento de la excomunión» mutua entre Roma y Constantinopla del año 1054 (7 de diciembre) y acto final en la plaza de san Pedro (8 de diciembre) con mensajes dirigidos a diversos grupos cualificados.

2. El mensaje del Concilio

a) La teología conciliar

Lo que caracteriza a un concilio es, en definitiva, su mensaje. El Vaticano II trató de renovar el mensaje cristiano desde una triple exigencia: retorno a las fuentes de la palabra de Dios y de la liturgia, cercanía a la realidad social del mundo y revisión profunda de la Iglesia como pueblo de Dios. En síntesis, aportó una nueva vivencia de Iglesia en el Espíritu de Cristo y del evangelio, para el servicio del mundo, en aras del reino de Dios. Dicho de otro modo, el propósito del Concilio fue situar a la Iglesia «sub Verbo Dei» o como «oyente de la palabra de Dios» y en diálogo con el mundo. Para realizar esta tarea, el Vaticano II pasó del «bastón a la misericordia» (justo al revés de Gregorio XVI en 1830), de los «profetas de calamidades» que condenan el mundo a los servidores utópicos en la sociedad y de la formulación inalterable de las verdades a una nueva remodelación del mensaje cristiano «preferentemente pastoral» (Juan XXIII).

Así como los dos concilios anteriores (Trento y Vaticano 1) hicieron teología de un modo abstracto, preocupados por las definiciones precisas, claras y universales, el Vaticano II emplea un lenguaje bíblico, patrístico y simbólico, es decir, pastoral. Es un lenguaje que inspira, edifica e interpela. En el discurso inaugural del concilio, Juan XXIII puso de relieve la importancia «de un magisterio de carácter preferentemente pastoral». La dimensión pastoral de Vaticano II se advierte en todos sus documentos centrales y en el mismo desarrollo de las discusiones, desde el examen del esquema sobre las «fuentes de la revelación» a la denominación de Gaudium et spes como constitución «pastoral». Esta dimensión se verificó en aspectos importantes como la nueva conciencia eclesial, la renovación de vida cristiana y el diálogo con el mundo, las Iglesias no católicas y las religiones no cristianas.

Al comienzo del Concilio, los obispos no sabían bien cómo empezar y qué podría ocurrir en el aula. Pero a lo largo de las cuatro sesiones se notó una gran evolución hacia una Iglesia colegial, comunitaria, dialogante con otras Iglesias y abierta al mundo. En definitiva, el Concilio fue obra colectiva de la Iglesia entera. «El programa del concilio -escribe A. Acerbi- no consistió en hacer nuevas declaraciones dogmáticas, sino una reflexión global, en una línea pastoral, de la misión de la Iglesia y de sus formas de actuación frente a la situación concreta del hombre y de la sociedad mundial de nuestro (mejor dicho, de su) tiempo» (Concilium 166, 1981, 435).

En la constitución apostólica Sacrae disciplinae leges de Juan Pablo II, mediante la que se presentó el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, se afirma que los elementos más característicos del Vaticano II son la Iglesia como pueblo de Dios y «comunión», la autoridad jerárquica como servicio, la participación de todos sus miembros en la triple misión de Cristo (sacerdotal, profética y real) y el empeño de la Iglesia en el ecumenismo. En definitiva el Concilio se propuso rejuvenecer la Iglesia, alentar la esperanza, impulsar el compromiso y dar cabida a la misericordia.

b) La Iglesia «ad intra»

En vísperas del Vaticano II la Iglesia católica necesitaba una doble reforma para resolver los dos contenciosos que tenía con el mundo moderno y con las Iglesias protestantes. De una parte se necesitaba un giro profundo en las relaciones ecuménicas y de otra era imprescindible reconciliarse con el mundo y ponerse a su servicio. Para cumplir estas dos exigencias era necesario asimismo reformar la Iglesia desde un punto de vista pastoral, a juzgar por los problemas que tenía planteados: alianza con los poderes y poderosos en régimen de cristiandad; curia vaticana burocratizada, autoritaria y centralizadora; liturgia oficial congelada; dogmatismo a ultranza y moral rígida; distanciamiento con las otras Iglesias y desconfianza del ecumenismo; uniformidad pastoral y occidentalización del pensamiento cristiano.

Al mismo tiempo habían surgido diversos movimientos católicos de renovación. Sin embargo, esta renovación no se había mostrado del mismo modo en todos los países y en todos los ámbitos. Incluso se podían detectar antes del concilio -opina G. Alberigo- «síntomas manifiestos de un malestar profundo y extendido, producido por un retraso histórico cada vez más insoportable» (La recepción del Vaticano II, 34).

El principal objetivo del Vaticano II consistió en reformar la Iglesia para convertirla en un instrumento pastoral más eficaz respecto del mundo contemporáneo. Este reajuste se denominó aggiornamento. Juan XXIII, al inaugurar el Concilio (11.10.1962), expresó la necesidad de introducir «oportunas correcciones» en la Iglesia, de acuerdo «a las exigencias actuales y a las necesidades de los diferentes pueblos». Pablo VI, al comenzar la segunda sesión del Vaticano II (29.9.1963), manifestó que es «deseo, necesidad y deber de la Iglesia darse finalmente una más meditada definición de sí misma».

La constitución Lumen gentium es la «Charta magna» del Vaticano II, aunque, de hecho, todos los documentos conciliares abordan de un modo u otro el misterio de la Iglesia. La eclesiología es el centro del Vaticano II. «Se ha dicho -escribe el cardenal Suenens- que, al invertir el capítulo, inicialmente previsto como tercero, para ponerlo como segundo, es decir, tratar primero del conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios y a continuación de la jerarquía como servicio a este pueblo, hemos hecho una revolución copernicana» (Concilium 60 bis, 1970, 185). Algunos teólogos (M. Schmaus, P. Smulders, H. Mühlen, etc.) consideran que la decisión dogmática más importante del Concilio ha sido la de designar a la Iglesia sacramento de salvación. Y. Congar piensa que los grandes temas eclesiológicos del Concilio son «sacramento de salvación», «pueblo de Dios», «jerarquía-servicio», «colegialidad» e «Iglesia particular». Las afirmaciones eclesiológicas conciliares más importantes son éstas: la Iglesia se entiende en clave de comunión, es «el pueblo de Dios», es «sacramento universal de salvación», está en función del mundo y es Iglesia local y universal.

El campo teológico más discutido en la primera etapa del posconcilio ha sido el de la eclesiología. Poco después de la conclusión del Concilio en 1965 se afirmó, con razón, que se había producido una nueva conciencia o imagen de la Iglesia como consecuencia de profundas transformaciones en la eclesiología. Posteriormente los teólogos conservadores pretenden rebajar la importancia eclesiológica del Vaticano II, con objeto de no ensombrecer los aportes del Vaticano I. Pero en general, incluso los teólogos más conservadores, todos reconocen el significado eclesial del Concilio.

Este mensaje eclesial se encuentra, sobre todo, en las cuatro constituciones, de las cuales dos son «dogmáticas» (Lumen gentium y Dei Verbum), una «pastoral» (Gaudium et spes) y otra denominada simplemente «sobre la sagrada liturgia» (Sacrosanctum concilium), que en realidad también es pastoral. Del estudio de las cuatro constituciones del Vaticano II se desprende que la Iglesia es entendida por el Concilio como pueblo de Dios (Lumen gentium) que vive en comunión de fe (Dei Verbum), de culto (Sacrosanctum concilium) y de servicio (Gaudium et spes). El título de la relación final del cardenal Daneels, aprobada en el segundo sínodo extraordinario de 1985, convocado para evaluar el Vaticano II a los veinte años de su celebración, resume dichas constituciones y el mensaje del Concilio con esta fórmula lapidaria: «La Iglesia (LG), bajo la palabra de Dios (DV), celebra los misterios de Cristo (SC) para la salvación del mundo (GS)» («Ecclesia, sub Verbo Dei, mysteria Christi celebrans, pro salute mundi»). Visto de otro modo, las constituciones sobre la palabra de Dios y la liturgia giran en torno a las fuentes de la fe, en tanto que las otras dos, referidas a la Iglesia, contemplan la fe ad intra, es decir, en el mismo pueblo de Dios, y ad extra, a saber, en el mundo.

c) La Iglesia «ad extra»

En el discurso de apertura de la segunda sesión (29.9.1963), afirmó Pablo VI que el Concilio «tratará de tender un puente hacia el mundo contemporáneo… Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorarlo; no de condenarlo sino de confortarlo y salvarlo». Recordemos que el mundo era en los catecismos preconciliares uno de los enemigos del alma. En el último discurso de Pablo VI para clausurar el Concilio (7.12.1965), afirmó el Papa que el Vaticano II «ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno». Junto a la palabra mundo, el Concilio ha pronunciado repetidas veces los términos «sociedad» e «historia». «Tal vez nunca como en esta ocasión —dijo Pablo VI en el citado discurso—ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así, de alcanzarla en su rápido y continuo cambio». Efectivamente, por primera vez un concilio ha tenido en cuenta la realidad concreta de la historia en la sociedad y en el mundo.

El Vaticano II sitúa a la Iglesia en el mundo, no fuera del mismo, de tal modo que hace suyas las aspiraciones de la humanidad, acepta la autonomía de las realidades temporales y dialoga con la cultura moderna. Evidentemente el mundo del Concilio era sobre todo, aunque no exclusivamente, el de la modernidad y la ilustración. De hecho, la constitución Gaudium et spes favoreció un cambio profundo de relaciones entre la Iglesia y el mundo al superar la actitud católica antimodernista. Precisamente después del Concilio han surgido las comisiones Justicia y paz con la preocupación de promover a los católicos en la justicia social y en la liberación. También ha ganado vitalidad la «doctrina social de la Iglesia», más diversificada, dialogante e involucrada en problemas como la discriminación racial, los derechos humanos y la corrupción a todos los niveles. A partir de Gaudium et spes, la fe aparece junto a la justicia, ha crecido la opción por los pobres y se ha impulsado la paz.

3. La recepción del Concilio

La eficacia de un concilio depende de su recepción, fase que sucede a su celebración. Precisamente a causa de la recepción, adviene después de cada concilio un periodo más o menos largo en el que se rechazan, silencian o asimilan las conclusiones formuladas. El Vaticano II ha producido diversas reacciones. Su recepción no ha sido idéntica en todas partes ni en todos los ámbitos cristianos.

a) Actitudes de rechazo

Según G. Alberigo, existe «una minoría agresiva que continúa interesándose por el Concilio para reducir su alcance y para denunciar sus efectos negativos. Paradójicamente, parecería que el Vaticano II hubiera suscitado una oposición aguerrida, sin encontrar, en cambio, defensores convencidos» (La recepción del Vaticano II, 18). La interpretación restringida del Vaticano II es propia de obispos pertenecientes a la minoría conciliar conservadora, de teólogos afines a las posiciones de la curia inmovilista y de movimientos fundamentalistas alejados de la renovación conciliar.

Los conservadores cismáticos no admiten las conclusiones del Vaticano II porque, según ellos, es concilio contrario a la tradición; por tanto no obliga. Los conservadores algo más ortodoxos, pero radicalmente fundamentalistas, afirman que no es un concilio dogmático sino pastoral; por tanto lo juzgan no vinculante. Finalmente, los conservadores nostálgicos objetan que el posconcilio ha sido un desastre a causa precisamente de las decisiones conciliares. La actitud más significativa de oposición radical al Vaticano II ha sido la de M. Lefébvre, cuyo pensamiento, actitud y decisiones le acarrearon en 1988 la excomunión. Prácticamente declaró herejes a Pablo VI y Juan Pablo II, juzgando asimismo que la Iglesia estaba, desde la muerte de Pío XII, en situación de «sede vacante».

a) Actitudes de aceptación

El Concilio ha sido recibido favorablemente por la mayoría de los católicos, pero no del mismo modo. Podemos hablar de tres tipos de aceptación.

En primer lugar, algunos teólogos progresistas y movimientos contestatarios de base creen que el Vaticano II, ligado a un momento histórico, comienza a estar superado; es un Concilio obsoleto. Es la posición definida en la expresión: «por fidelidad al concilio, superar el Concilio», que equivale a la aceptación del espíritu del Concilio superando su letra. En el fondo de esta concepción aparece la tesis de que el cristianismo posconciliar debe releer la fe a la luz de los signos de los tiempos que el evangelio descubre en el mundo. Algunos consideraron que el Concilio representó un esfuerzo enorme de la Iglesia para acomodarse al mundo europeo y noratlántico burgués, pero que al mismo tiempo dio una falsa idea de la justicia, por ausencia de radicalismo, y que en definitiva incrementó el poder de los obispos frente al papa y la curia. Con todo, no es fácil dar nombres y textos que defiendan con claridad esta postura.

En segundo lugar, hay católicos para los cuales el Vaticano II ha sido un acontecimiento necesario, importante y transcendente en la vida de la Iglesia, que ha operado un cambio profundo en la comprensión de la acción pastoral y en ciertas doctrinas teológicas. Pertenecen a este grupo teólogos progresistas y movimientos de base renovadores. De ordinario apelan constantemente al espíritu del Concilio, que se revela en su convocación, en el modo de su realización, en sus cuatro grandes constituciones y en algunas decisiones pastorales en relación a la escucha de la palabra de Dios (primer magisterio), a una vida cristiana en comunión de fe (no de costumbres rituales), al examen de los signos de los tiempos (sin la peligrosa «fuga mundi»), a la unidad de todos los cristianos (ecumenismo práctico), al diálogo con todo hombre de buena voluntad (sin anatemas) y a una llamada a la libertad de los hijos de Dios (sin sometimientos humillantes). Piensan que en el posconcilio se ha frenado la puesta en práctica de la reforma conciliar de la Iglesia.

Finalmente, hay católicos reticentes al Vaticano II, tanto en posiciones personales como en agrupaciones neoconservadoras. Muchos de ellos son nostálgicos de la Iglesia de Pío XII. En el fondo no aceptan ciertos postulados del Concilio, aunque se declaran obedientes a la jerarquía. Del punto de vista teológico les preocupa la continuidad del Vaticano II con el Vaticano 1, el primado indiscutible del papa, la exaltación de la tradición, el mantenimiento de la continuidad y la tesis de la verdad total de la Iglesia católica.

Otros aceptan el Vaticano II pero rechazan el desarrollo del posconcilio. Son los «centristas» que creen poseer la interpretación única y oficial del Vaticano II. Descartan la postura de los integristas cismáticos, como es el caso de Lefébvre —sin detenerse demasiado en esta crítica—, y no admiten ciertas afirmaciones propias de cristianos o teólogos progresistas. A los cinco años de terminado el Concilio ya se alzaron voces de alerta ante los riesgos del aggiornamento de la Iglesia, al destacar su excesivo servicio en la sociedad. Recordemos que algunos intelectuales o teólogos reformadores antes del Concilio (como J. Maritain, J. Danielou, H. de Lubac, H. U. von Balthasar, J. Ratzinger, etc.), se moderaron posteriormente, quizá a causa de la excesiva secularización del cristianismo noratlántico, a ciertas aplicaciones conciliares que creyeron exageradas y a la pérdida de prestigio y de poder de la Iglesia.

c) El posconcilio

A raíz del Vaticano II se logró en un plazo breve una nueva concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y del ministerio como servicio al pueblo. Despertó una gran ilusión la reforma litúrgica, plenamente aceptada por el pueblo, se intensificaron los contactos ecuménicos, la curia romana se hizo más internacional, comenzaron a renovarse los seminarios, hubo un gran impulso del laicado, la Iglesia se abrió casi de repente a la sociedad y al mundo de los pobres y la teología mostró una gran vitalidad.

Cabe preguntarnos hoy, después de veinticinco años posconciliares, en qué medida ha habido en la Iglesia profunda renovación o, si se quiere, innovación. Según el mismo Concilio (SC 23), las denominadas innovaciones son posibles, pero deben ser introducidas en la Iglesia con infinidad de cautelas. Las evaluaciones eclesiológicas o eclesiales dependen hoy, un cuarto de siglo después de clausurado el Vaticano II, del modo de valorar el Concilio o del juicio que se da a la evolución o a la involución eclesial. Lo que no cabe duda es que el Vaticano II ha provocado una mutación fundamental y sorprendente en la Iglesia, en el sentido de exigir un cambio profundo de su conciencia y de su misión.

Después del Concilio se han desarrollado algunas etapas caracterizadas de diversas maneras. H. J. Pottmeyer distingue dos períodos: la fase de exaltación, «dominada por la impresión inmediata de que el concilio era un acontecimiento liberador», en el sentido de que el Vaticano II fue «un nuevo comienzo absoluto»; y la fase de la decepción o, según otros, «de la verdad», en la que «se descubrió con decepción el peso de la inercia de una institución» que se resiste a cambiar (La recepción del Vaticano II, 56). En la primera fase se acentúan los textos conciliares más reformadores; en la segunda se ponen de relieve los pasajes más conservadores. Actualmente asistimos a una tercera fase, señalada por unos como estabilización y por otros como involución. Los conservadores enjuician negativamente los resultados del Concilio en la Iglesia: confusionismo de la fe como consecuencia del pluralismo teológico y pastoral; disminución de la práctica religiosa; escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas; secularizaciones en el clero; ejercicio indebido de algunos consejos en la democratización de la Iglesia; debilitación de la autoridad del papa y de los obispos; aumento de matrimonios mixtos; mesianismo terreno y permisividad sexual.

Por el contrario los progresistas sostienen que el Concilio ha favorecido la participación litúrgica; hay en la Iglesia menos clericalismo y más cooperación y cogestión de los laicos; han disminuido las luchas confesionales y ha crecido el ecumenismo; se valoran de un modo más correcto las religiones no cristianas; hay solidez misional; se advierte una nueva presencia de la Iglesia en el mundo y se tiende a superar el eurocentrismo de la Iglesia. Las dos posiciones parecen antagónicas.

El Segundo sínodo extraordinario de 1985 fue convocado por Juan Pablo II para valorar «las consecuencias del Vaticano II», celebrado 20 años antes (1962-1965). Ahí se aceptó al Vaticano II «como una gracia de Dios y un don del Espíritu Santo», tanto para la Iglesia como para la sociedad. El segundo Sínodo se pronunció por una voluntad de renovación, dentro de la continuidad con la tradición.

BIBL. — G. ALBERIGO (ed.), Historia del Concilio Vaticano II, vol. I, Sígueme, Salamanca 1999; G. ALBERIGO – J. P. JOSSUA (eds.), La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987; Y. CONGAR, Vatican II. Textes et Commentaires des Décrets Conciliaires, 18 vol., París, 1966 s. (traducidos en parte por Taurus, Madrid); Facultad de Teología de Vitoria, Balance del Concilio Vaticano II a los veinte años, Vitoria, 1985; C. FLORISTÁN, Vaticano II, un concilio pastoral, Salamanca, 1990; C. FLORISTÁN – J. J. TAMAYO (eds.), El Vaticano II, veinte años después, Madrid, 1985; J. GROOTAERS, De Vatican 11 á Jean-Paul 11, le grand tournant de 1’Église Catholique, París, 1983; R. LATOURELLE (ed.), Vaticano 11. Balance y perspectivas, Salamanca, 1989; J. LECLERCQ, Vatican II, un concile pastoral, Bruxelas, 1966; G. MARTELET, Les idées matresses de Vatican II. Introduction á 1’esprit du Concile, París, 21985; J. L. MARTÍN DESCALZO, El Concilio de Juan y Pablo. Documentos pontificios sobre la preparación, desarrollo e interpretación del Vaticano 11, Madrid, 1967; R. LATOURELLE (ed.), Vaticano 11: balance y perspectivas. Veinticinco años después (1962-1965), Salamanca, 1989; P. POUPARD, Le concile Vatican 11, París, 1983; J. THOMAS, Le Concile Vatican 11, París, 1989.

Casiano Floristán

http://mercaba.org/Pastoral/V/vaticano_ii.htm

 

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